En este blog solo encontrarás reseñas de libros que en algún momento me ha apetecido leer. Ninguna ha sido encargada ni pedida por autores o editores, y todos los libros los he comprado. En resumen: un blog de reseñas no interesadas para que sean interesantes.

jueves, 25 de abril de 2024

El museo de cera – Jorge Edwards

 


El marqués de Villa Rica es un hombre mayor, adinerado, que el pasado dirigió los destinos del país a través del partido tradicionalista que presidió y que representaba a la oligarquía dominante que nunca había dejado el poder; pero ahora vive  sin otra preocupación que ir al club a charlar con otras viejas glorias y a jugar al bacará. Eso sí, parece un poco excéntrico, porque en pleno siglo XX de teléfonos y coches sigue viviendo como un marqués del siglo XIX, con su coche de caballos siempre en la puerta con su cochero para ir donde se tercie, con su bastón de empuñadura de plata, con sus polainas… Esta mezcla de estilos de vida, con sus constantes anacronismos, dota a la historia de una especie de aura atemporal que merece la pena disfrutar.

El innominado país en el que transcurre la acción, en el que soplan vientos revolucionarios o cuando menos democráticos, puede ser cualquiera que elija el lector, porque aunque el entorno suena a latinoamericano, el paso de un poder oligárquico a uno democrático ha sido un proceso que, mal que bien, ha vivido todo el mundo occidental.

El marqués, que, como he dicho, en el momento en que comienza la historia es ya un caballero mayor poco dado a las emociones fuertes, se ha dado a la emoción más intensa que podía esperar a estas alturas de su vida: casarse con una mujer más joven y de gran belleza. Otra cosa es el sexo, actividad que al marqués le produce el suficiente repelús como para que sus instintos se conformen con observar a su esposa cuando la hace pasear por la casa más o menos desnuda.

Pero la esposa, claro está, también tiene sus instintos, y para satisfacerlos no le basta acceder al exhibicionismo. De ahí que un buen día, gracias a la cocinera (un personaje al que no hay que quitar ojo) el marqués vuelva por sorpresa a su mansioncilla y se encuentre a su media naranja a punto de ser exprimida sobre el piano, con el corpiño abierto, las faldas levantadas y los muslos al aire, y al profesor de piano ante ella, con los pantalones y todo lo demás (menos una cosa) bajado.

El soponcio provoca dos cosas: la separación de facto del matrimonio y que al marqués le da por inmortalizar aquel trágico momento haciendo reproducir en estatuas de cera la escena que acabo de describir. Tres estatuas: la esposa, el amante y el marido sorprendiéndolos. Completa el capricho dejando las estatuas en su mansión y mudándose a otra que construye intentado replicar la primera. ¿Cabe mayor alegoría del intento de perpetuar una situación en el instante inmediatamente anterior a su ruptura? Es decir, cuando aún no se ha roto, cuando es el último instante de una época.

Digo alegoría porque el trasfondo de la novela no es la vida del marqués, sino la del país donde vive, en el que unas viejas élites se aferran al poder intentado que nada cambie, que todo permanezca como estaba en los felices momentos que precedieron al punto de inflexión hacia la democracia o la revolución.

Pero los tiempos no se detienen, sino que van a trompicones, dos pasos adelante y uno hacia atrás. Y lo mismo ocurre con la vida del marques y los suyos, que sigue un ritmo parecido: el punto de inflexión que supone el adulterio le hace conocer nuevas personas, nuevas clases sociales, compadrear con gente llana y cambiar de ambientes y costumbres; sin embargo, todo lo desplazado (y más si es desplazado del poder) intenta retornar, volver por sus fueros, y es así como vemos que el matrimonio del marqués quizá no esté tan roto, del mismo que la oligarquía intenta volver por sus fueros. Que luego la vida sigue adelante también es obvio, como lo es, y aquí vuelvo a la cocinera, que, en el río revuelto de la política y la historia, como en las vidas de cada cual, siempre hay alguien dispuesto a pescar y a acabar ocupando el lugar por el que todos peleaban y que nadie había querido dejar. También podemos sacar otra lección que, conforme pasan los años, es cada vez más evidente: las personas pasan, los regímenes pasan, pero la riqueza, en cambio, en unas manos u otras, permanece. Y con ella es como se gana y se pierde el poder.


jueves, 18 de abril de 2024

Hombres de armas - Terry Pratchett

 


Dentro de la longeva saga del Mundodisco hay «subsagas» que solo comparten entre sí el peculiar planeta ideado por Pratchett y algunos personajes, entre los que la Muerte es el más recurrente, sin olvidar al patricio, Lord Vetinari, que gobierna ese otro personaje también casi inevitable que es la ciudad (¿o cloaca?) de Ankh-Morpork. Lo digo porque Hombres de armas, decimoquinta novela de la serie, recupera a los personajes de la sexta, ¡Guardias! ¡Guardias! El protagonista en ambas es el forzudo, ingenuo, responsable, entusiasta y carismático cabo Zanahoria, hijo adoptivo de una pareja de enanos. Zanahoria, por suerte, ya no se toma las cosas tan literalmente como en su primera aparición. En esta comparte protagonismo con su jefe, el desencantado capitán Vimes, que está a punto de jubilarse para casarse con la adinerada y excéntrica dama que en ¡Guardias! ¡Guardias! se dedicaba a la cría y cuidado de dragones.

En esta ordenada, ejem, ciudad de Ankh-Morpork, donde los gremios de Asesinos, Ladrones, Bufones y demás campan a sus anchas dentro de los límites de, ejem, la ley, la guardia nocturna está compuesta por los dos personajes ya citados, un sargento, otro guardia más y, recién fichados, un troll tan tonto como todos los trolls y un enano. ¿Introduce Pratchett alguna figura clásica de la literatura o el cine? Sí, claro, como siempre. En este caso la licantropía, a través de una hermosa damisela que también incorporada a la guardia para parodiar las políticas de cupos.

El inicio de la novela es, no obstante, confuso: un noble venido a menos y miembro del honorable gremio de Asesinos, Edward De M´uerthe, husmeando por los archivos del gremio de Asesinos descubre un dato importantísimo que solo queda claro al final: la identidad del heredero al trono de Ankh-Morpork, por lo que si el buen Edward De M´uerthe logra cargarse a Lord Vetinari quizá retorne la monarquía y con ella la familia De M´uerthe recupere su esplendor.

¿Y qué parodia Pratchett en esta ocasión? Sin duda, la novela negra, porque hay muertos, porque la guardia nocturna intenta localizar al asesino, porque los jefes de los guardias parecen ser un obstáculo en la investigación, porque tropiezan con poderes fácticos, como son los gremios, porque lo que parece una cosa acaba siendo otra, porque siguen unas pistas más o menos razonables que dan lugar a la parte de acción de la novela… una suma de clichés típicos de la novela negra. Y, en el colmo de la parodia, el investigador principal investiga en su contra por lo que el lector verá, y, sobre todo, porque la protagonista indiscutible acaba siendo un arma de fuego, prodigio nunca antes visto en el Mundodisco.

Con esta excusa Pratchett despliega su mundo de seres estrafalarios y costumbres y normas extravagantes donde la realidad y la fantasía conviven en compleja armonía. Pero no por eso deja de lanzar un mensaje en contra de las armas de fuego, visible en solo un par de páginas, pero de una enorme contundencia: las armas cambian a las personas. El arma dota de poder. Del poder de imponerse a otros, y una vez probado ese poder es difícil prescindir de él. Las armas, en definitiva, empeoran a quienes las poseen.

Quedaos con ese mensaje. Y con el humor de Pratchett en esta novela que, sin ser la mejor de la saga, tampoco es la peor. Mantiene el nivel medio y su fin promete meter al cabo Zanahoria en nuevos problemas. 


lunes, 15 de abril de 2024

George Steiner. El huésped incómodo – Nuccio Ordine

 


George Steiner (1929-2020), quizá el más famoso crítico y teórico literario del siglo XX, estudioso de la cultura occidental y mil cosas más, fue tan amigo de Nuccio Ordine (1958-2023) que le concedió, o más bien le propuso, una entrevista para ser publicada póstumamente. Para, de algún modo, hablar después de muerto, dado que su archivo no se ha de abrir hasta 2070, cuando se sabrán opiniones, reflexiones, recuerdos y hechos que Steiner no consideró oportuno hacer públicas en vida de quienes en esos escritos aparecen. Eso, claro, como el propio Steiner advirtió, si para entonces alguien se acuerda de él, lo cual es cada vez más difícil en una sociedad cuya dinámica la conduce a devorar hasta su propia memoria.

La entrevista es sumamente interesante y enriquecedora, porque Steiner fue un hombre de ideas profundas y complejas, pero con una rara capacidad para expresarlas con claridad. Pero es también corta. Muy corta. Tanto que Ordine, para darla a la luz como libro, la completó con un breve estudio introductorio sobre la figura de Steiner y, en particular, sobre el arte de la enseñanza, esto es, de la transmisión del conocimiento y, sobre todo, del amor al conocimiento. Y también añadió al final una breve recopilación de otras intervenciones de Steiner sobre temas algo más diversos. De alguna manera esta breve obra es Steiner pasado por el tamiz de Ordine, en el bien entendido de que a Steiner no le disgustaba en absoluto pasar por él.

El resultado es un refrito, sí, pero un refrito cuidadoso, esmerado y sumamente enriquecedor. Si algo se echa de menos en la cultura es que llegue al ciudadano la reflexión rigurosa y profunda sobre los temas esenciales: la vida, la muerte, el amor, la sociedad en que vivimos. No deja de ser una desgracia que, con tantos medios como existen para facilitar la comunicación, la banalidad esté dejando tan pocos resquicios a la luz.

Y Steiner ilumina, siempre, aunque no se esté de acuerdo con él, y pese a lo gruñón que debía de ser en ocasiones y a las malas pulgas que debía de gastar en otras. Un hombre de carácter, un hombre apasionado. Un huésped incómodo porque siempre está dispuesto a decir lo que piensa a su anfitrión (en este caso, el lector) si con ello cree impulsarlo hacia lo mejor. La lealtad, cuando te preguntan, consiste en decir lo que piensas. Y cada lector de Steiner, y cada persona que acudía a cualquiera de sus conferencias, le lanzaba, por el hecho de estar ahí, sus preguntas. 

           Un breve libro que me ha durado bastante, porque lo he leído de café en café. Ideal para disfrutar de estos ratos.

jueves, 11 de abril de 2024

Club de Lectura de La Almunia de Doña Godina

 


Hace unos meses contactó conmigo un lector que ya forma parte de la pequeña historia de «La detención de los Reyes Magos»: Agustín.

Había leído la novela y me preguntó si estaría dispuesto a ir al club de lectura del que él formaba parte. Como no hay muchos libros de humor, le parecía interesante proponer uno, y había pensado en el mío.

Así surgió el primer club de lectura de «La detención de los Reyes Magos», y también mío, porque alguno que estuvo a punto de cuajar con «La terrible historia de los vibradores asesinos» lo frustró la palabra «vibradores», que escandalizó a algunas personas que se opusieron. Y en cuanto a «La sota de bastos jugando al béisbol», tuvo menos oportunidades al ser la segunda novela con un mismo protagonista.

El viernes pasado en La Almunia de Doña Godina hablamos de los Reyes Magos, por supuesto, pero también de Ajonio, de títulos, de anécdotas, del papel del humor en la literatura y en la vida, de lo que cada lectura dice de cada lector, de la experiencia de leer, de escribir, de cómo un lenguaje u otro en una misma historia puede marcar o acortar distancias entre el autor y los personajes o entre éstos y los lectores. Incluso de monos y de cachorros. También, con la comprensión y buen humor de Alicia, que está al frente de la Biblioteca de La Almunia, charlamos del pésimo bibliotecario que es Gaspar Monje, aunque no por culpa suya sino mía, por mi afición a crear mundos más que a reproducirlos. Y hasta del Quijote. Hablamos mucho del Quijote. Y de bastantes cosas más. 

        La Almunia Radio y el Ayuntamiento de La Almunia colaboraron y difundieron el encuentro. Solo puedo estarles agradecido.

Pero sobre todo debo dar las gracias a Agustín, a Asun, a Alicia, a Aritz por la entrevista y la posterior grabación del encuentro, y a todos cuantos acudieron el pasado 5 de abril al Club de Lectura de La Almunia. Como les dije, ese día ellos fueron mis Reyes Magos. Y majos. Todos forman parte ya de mi pequeña historia como autor, y en particular de la historia de esta obra. Y todos, les gustara más o menos la novela o la idea de leerla, dedicaron su tiempo a mi libro y a mí; me hicieron disfrutar y aprender, y además me impresionaron y no solo por las dimensiones del club: en las horas que estuve allí logré atisbar personalidades diferentes con gustos, caracteres y experiencias distintas, y ver con nitidez que han sido capaces de conciliarlas para formar un grupo potente y cohesionado, con identidad propia e ideas claras. Lo organizan tan bien que creo que, más que por afición a la lectura, están allí por vicio. 

Y como el vicio es contagioso, los voy a echar de menos.


La hija del tiempo – Josephine Tey

 



La hija del tiempo es la verdad, nos dice la autora ya en la primera página. Otra cosa es que el embarazo dure medio milenio, como ocurre en esta original novela escrita a finales de los años cuarenta del siglo pasado y que, cincuenta después, fue elegida como la mejor novela negra de la historia por la «Asociación de Escritores de Novela Negra», dice la solapa sin dar más pistas sobre esa asociación.

Mucho optimismo hace falta para sostener esa opinión. La hija del tiempo es una obra peculiar, original, que consigue el difícil logro de ser una novela histórica que transcurre en el tiempo presente, pero tanto como para ser la mejor… Y además, la mejor novela negra… Como mucho es una novela negra de salón; esto es, más un juego intelectual que un viaje a los bajos fondos.

En inspector Alan Grant se ha dado un poco heroico porrazo, a consecuencia del cual está en el hospital.  En él, más que los huesos, le duele el aburrimiento. Un aburrimiento tan intenso que ni le apetece leer los libros que todo el mundo le regala. Su relación con el resto de seres humanos se limita al contacto con un par de enfermeras y algunas visitas, entre las que destacan las efectuadas por la bella actriz Marta Hallard, que vaya usted a saber de qué la conoce porque es la primera novela que leo de Tey y, por tanto, la primera protagonizada por este señor. Entre el material que la actriz le lleva un día hay varias láminas. Una de ellas del rey Ricardo III. Y Grant, que no tiene mucho que hacer, queda atrapado con un semblante que unas veces parece corresponder a un carácter y otras a otro completamente opuesto.

Es así como comienza a indagar en la figura de Ricardo III, un rey maldito por su fama de infanticida, por haber hecho asesinar, o eso se le atribuye, a sus dos sobrinos, refugiados (¿o presos?) en la Torre de Londres. Un rey y una historia inmortalizados por Shakespeare.

¿O…?

¿O no fue tan animalico el señor?

Conforme el inspector Grant va atando cabos entre lecturas, recabando opiniones de unos y otros y, también, realizando «encomiendas bibliotecarias», va llegando a conclusiones opuestas a las que se han conformado la historia «oficial». No solo eso, también comprueba que en la historia se han dado por buenos datos manifiestamente falsos. Y así, entre la plaga de parientes, bastardos y demás ralea que pasaba por allí hace quinientos años y que a veces desorienta porque la autora habla de todos ellos como si el lector llevar el árbol genealógico de los York, los Plantagenet y los Tudor en la cabeza, entre toda esa tropa, digo, el inspector navega con pericia para acabar llegando a la conclusión de que la historia no es cómo nos han contado, sino como sabrá quien lea esta corta novela… ¿negra? ¿O histórica? ¿O históricamente negra? ¿O una historia negra de la historia? Elijan ustedes.




lunes, 8 de abril de 2024

Deus ex – Ferdia Lennon

 


          En el siglo V antes de Cristo, Siracusa, en el sureste de la isla de Sicilia, era una joven ciudad griega en plena expansión que todavía no había visto nacer a Arquímedes. En esa época, que es en la que transcurre la historia, en plena guerra del Peloponeso, sus habitantes no guardan los mejores deseos hacia los atenienses hechos prisioneros y casi abandonados hasta la muerte en el fondo de una cantera. Quien más y quien menos, ha sido víctima de sus tropelías.

En este contexto, un alfarero en paro y guapetón, Gelón, que se toma las cosas muy en serio, ante la perspectiva de la desaparición de Atenas tienen la ocurrencia de rescatar alguna obra de Eurípides, al que venera y que aún anda vivito y coleando, a partir de los textos que recuerden los prisioneros. Pero claro, hay que alimentarlos para que no se mueran, lo cual es no es poca retribución. Además, para que la recuperación de la obra sea completa hace falta llegar a representarla, cosa que pretende hacer, qué remedio, en la cantera. De esta manera «Medea» volverá a la luz. En el empeño descubre, oh, sorpresa, la memoria de los prisioneros da hasta para rescatar una nueva obra de Eurípides aún no conocida en Siracusa: «Las Troyanas».

En este empeño le acompaña su mejor amigo, también alfarero en paro, no tan guapo, cojo y algo más vivales: Lampo, que es también el narrador. Un narrador que a menudo no oculta su escepticismo ante el empeño de su amigo.

Con este planteamiento la obra parece, al principio, coquetear con el humor, y en este plano se mantiene durante buena parte merced a las gracias y desgracias de Lampo y al modo en que asume una realidad las más de las veces dura. Tan dura es la vida como para que, quien más y quien menos, aproveche todas las oportunidades para pasarlo bien, porque hoy estás aquí tan campante y mañana te has muerto.

A este toque humorístico ayuda la esperanza. La de los prisioneros que encuentran en el teatro la oportunidad de sobrevivir; la de los promotores del rescate de Eurípides, que sueñan con conservar el arte; la de quienes de una manera u otra les ayudan, como cierto misterioso mecenas y la orgullosa propietaria del taller de decorados; y, por supuesto, las esperanzas de Lampo, que no solo ve de cerca el dinero, sino que, además, se enamora de una esclava a la que sueña con liberar.

Sin embargo, a medida que la historia transcurre el humor va quedando atrás y la comedia va evolucionando a tragedia como la novela de situación cambia a novela de acción. Es así como la portada acaba siendo engañosa: Deus ex tiene más de tragedia que de comedia, como si en algún punto hubiera cambiado el enfoque, lo cual bien pudiera haber sucedido por el mucho tiempo, con parones incluidos, que, según confiesa el autor, le costó escribir esta novela.

Bien narrada, bien estructurada, trabajada con minuciosidad, respetuosa con el lenguaje y con los tiempos y siempre verosímil, Deus ex es una novela que va de menos a más y que nos emparenta un poquito con los clásicos, aunque solo sea por recordarnos que existen.

Deus ex, por cierto, es una expresión latina que hace referencia al mecanismo del teatro griego que permitía, por medio de tramoyas, hacer descender a un dios sobre el escenario para resolver la escena, aunque, la verdad sea dicha, Deus ex acaba en un sindiós. O precisamente por eso.




jueves, 4 de abril de 2024

Las primas – Aurora Venturini

 


¡Madre mía, qué fuerza tiene esta breve novela! Qué libertad al escribir, qué incisiva y qué bien llevado todo. Una obra demasiado inquietante para ser divertida y demasiado divertida para ser inquietante. Un complicado equilibrio sobre el que el lector anda en permanente suspense. 

La narradora, que nos habla en primera persona, es una niña que evoluciona a mujer consciente de las enormes limitaciones de su inteligencia. Sus problemas en este aspecto son, sin embargo, infinitamente menores que los de su hermana. Pero tampoco el resto de la familia presenta mejor aspecto, en especial sus dos primas, una de las cuales, chiquitina como una muñeca grande, se dedica a la prostitución con una mezcla de candor e inocencia que desmienten algunos actos. La narradora es también una niña, y luego una mujer, con excepcionales dotes para la pintura.

Con estos mimbres Aurora Venturini nos cuenta la historia de la protagonista, que es también la de sus primas, sobre todo la de una de ellas: intuimos que el origen de esta destartalada familia está en la patológica mezcla de sangres, intuimos también cómo el cansancio y la impotencia vencen a una madre que ya había visto escapar al galope a su marido, vemos cómo los aprovechados siempre florecen junto a la vulnerabilidad y vemos, también, cómo hasta las personas más vulnerables son conscientes de su dignidad y, a su manera y con sus limitaciones, luchan por ella. Limitaciones, todo sea dicho, que a veces solo les permiten utilizar métodos expeditivos.

Una novela ágil y a la vez densa, que prescinde de muchas reglas de puntuación no por capricho (¡es la primera vez que me ha parecido justificado algo así!) que da que pensar y que, pese a todos los pesares, apunta siempre hacia la esperanza.




martes, 2 de abril de 2024

Corregidora – Gayl Jones

 


Hace un montón de años, allá por los 90, leí un clásico de la economía: el «Curso de economía moderna» de Paul Anthony Samuelson, publicado en 1945 (no demasiado lejos de las fechas en las que transcurre la acción de Corregidora) y revisado en 1983. Hubo un capítulo que se me quedó grabado y que, tantos años después, aún recuerdo con frecuencia: el que analizaba las diferencias salariales en Estados Unidos por sexo y raza. Ser hombre era infinitamente más rentable que ser mujer; y ser blanco, infinitamente más que ser negro. Ser hombre blanco era el sumun; en cambio, ser mujer negra te situaba, prácticamente, más allá de los límites de la tabla: en la desgracia. Las diferencias eran tan apabullantes que se te humedecían los ojos. Ya digo: han pasado tres décadas y aún recuerdo aquel capítulo y lo estremecedor de aquel dato que con su pequeñez resumía la enorme magnitud de varias discriminaciones (la de género, el racismo, la xenofobia...) y las dramáticas consecuencias de su coincidencia.

Lo menciono porque este es el marco de Corregidora, publicado en 1975, cuya acción transcurre, aproximadamente, entre los años 40 y 60 del siglo XX. Es decir, un periodo en el que la mujer negra estaba, por término medio, a expensas de todo y de todos y sin otro apoyo que el de otras mujeres negras igualmente vulnerables y a menudo desamparadas.

Y eso que Ursa, la protagonista, es una privilegiada: más o menos (más bien menos que más) puede ganarse la vida, o algo parecido, como cantante de blues en Kentucky. 

Sobre ella recae una encomienda que es más bien una especie de maldición: la de su bisabuela exigiendo que cada mujer de la familia cuente a sus descendientes la historia de las mujeres Corregidora, para que la verdad nunca caiga en el olvido. ¿Y quién era Corregidora? El esclavista portugués que en la plantación las explotó, violó y preñó llegando a practicar el incesto con su propia descendencia porque, al fin y al cabo, no dejaban de ser propiedades suyas, llegando a reunir, si no me equivoco, los papeles de padre y abuelo de una misma persona.

Uno podría pensar que la vida para Ursa es algo mejor que para sus antepasadas, porque es cantante y ya no una esclava en una plantación, pero lo cierto es que cantar blues a diario en un club en aquella época tampoco era una juerga: para los dueños de los locales eras su mercancía, y para todos ellos y para toda la clientela eras, además, un modo de regalarse la vista, excitarse y babear, tras lo cual, como es fácil suponer, pueden venir proposiciones cuyo rechazo a menudo da problemas.

Así es como Ursa conoce al que será su marido. Y así es como el marido enseguida se vuelve celoso, sabedor de que todos los hombres que miran a su mujer no están tan preocupados por la música como por desnudarla con la mirada. Un buen día, borracho, empuja a Ursa, que cae, tiene un aborto y acaba con el útero extirpado. Ya no tendrá hijos. Con ella terminarán las mujeres Corregidora, y tras ella se perderá la verdad.

No estoy descubriendo nada. Todo lo que he dicho sucede en las primerísimas páginas del libro. 

El refugio de Ursa –si no cantas, no hay dinero- es una amiga y, también, cierto «protector» que le sale, aunque, la preocupación de casi todo el mundo en esta novela es follar, término que se repite de tal modo que algo queda muy claro: la penuria y la falta de perspectivas no permite ni más entretenimientos ni más esperanzas que el alcohol y el sexo. Y como todo el mundo folla casi por instinto (unas veces terapéutico y otras reproductivo), la extirpación del útero lanza una sombra sobre la sexualidad de Ursa que aún la sume más en la soledad. Y así la vida va pasando y…

Buena novela, cruda, dura unas veces y tierna otras (a la manera un poco bruta de los personajes), con un final algo sorprendente desde la perspectiva actual, que conocerá quien la lea. Sí es cierto, no obstante, que la primera parte de la novela es con frecuencia confusa, que hay que leer varias veces algunos párrafos para asegurarte de haber entendido el qué o el quién. En la segunda mitad, en cambio, el modo de expresión es más claro. 




lunes, 25 de marzo de 2024

Jérôme Lindon – Jean Echenoz

 


Nunca has publicado. Nadie confía en ti. Pero por fin un editor lo hace. Publicas en su editorial. Las ventas son pequeñas. El mismo editor te da la espalda con una nueva obra que no considera a la altura de su editorial, pero parece ponerse celoso si te vas a otra. Te vuelve a publicar. Es crítico, parece creerse superior a ti. Sin embargo, cuando considera que has escrito algo bueno es más cercano. El resto del tiempo es razonablemente distante, aunque no soberbio. La relación con él es correcta, aunque extraña. Hay aprecio mutuo, pero también recelas. Tú vas a lo tuyo y él a lo suyo, pero tú puedes ser lo suyo y quieres que él sea lo tuyo. Sigues publicando. Lo necesitas más de lo que él te necesita a ti, pero la necesidad mutua genera un juego de equilibrios profesionales y personales. A medida que se suceden los libros crece el respeto profesional y el aprecio personal. Ganas algún premio. Las distancias se mantienen, aunque con esporádicas e inesperadas intimidades. Sigues publicando con el mismo editor. Han pasado años, ya lo conoces. Aunque nunca estás seguro de lo que de verdad pasa por su cabeza, sabes lo que puedes esperar de él. Poco a poco te haces famoso. Vas ganando prestigio. Publicas de nuevo mano a mano con el editor. Te otorgan un premio importante. Los años van pasando. Tu prestigio ha ido creciendo. Ya es alto. Ya no hay duda de que has formado con el editor un gran dúo literario. Cada uno sabe cómo es el otro y os complementáis. Pero han pasado los años y el espigado editor maduro que confió en el joven aspirante a escritor a quien nadie conocía es ya un anciano. Hace todo lo posible por seguir siendo él mismo. Pero un día muere.

Y entonces, ¿qué hace el escritor?

Escribir «Jérôme Lindon», que así se llamaba el editor de Jean Echenoz.

Un breve, intenso y profundo homenaje, casi un canto dolorido, que se lee en un ratito, pero que no se olvida.


jueves, 21 de marzo de 2024

El código Twyford – Janice Hallett

 


Los cazadores de erratas se pegarán un tiro con este libro o, por el contrario, disfrutarán con él como un gorrino en un barrizal. ¿La razón? De haber errores serían indistinguibles en este maremágnum de «meteduras de pata» intencionadas.

Lo entrecomillo porque la gracia de una parte enorme de este libro es que está constituida por la «transcripción automatizada» de un montón de archivos de voz (¡lo que habrá tenido que sudar Janice Hallett para expresarse tan horrorosamente!) y el programica en cuestión (cuyas «características técnicas» nos ofrece al principio la autora, en un pintoresco ejercicio de manual de instrucciones) es un pelín torpón y de una sosería solo comparable a la simpleza y la gravedad del tono del hablante. Pero, claro, ¿qué puede esperarse de la expresividad de un tío que pone el mismo entusiasmo en contarle al teléfono que ha comido lentejas o que sospecha que alguien desea matarlo?

Los archivos de voz corresponden a un señor, Steve Smith, expresidiario, niño medio abandonado «rescatado» por una familia de mafiosos, cuya relación con las letras y el conocimiento en general es más bien obtusa. Por eso casca tanto, porque se le da mal escribir. Y no solo lo hace usando archivos de voz a modo de diario, sino que, además, cual vulgar Villarejo, tiene la costumbre de grabar en su teléfono todas sus conversaciones, sean cuales sean las circunstancias y los interlocutores.

La unión entre las cortas entendederas del protagonista, las limitaciones del programica que transcribe chapuceramente sus conversaciones y soliloquios y lo fragmentario de la información dan como resultado un diario algo exasperante. De él se deduce que el buen señor, siendo un niño, se topó con un libro de una tal Twyford en un autobús verde. El libro, que contaba la historia de «los seis», encandiló a la profesora que se ocupaba de unos pocos chavales con problemas de aprendizaje; entre ellos, el protagonista. Eso sí, dijo que era un libro peligroso (¡tachán!) Treinta y tantos o cuarenta años después, al buen señor se le cruza el cable preguntándose por qué desapareció la profesora durante una excursión precisamente a la que había sido casa de la tal Twyford. En fin, que el hombre comienza a hacer cosas raras, a escarbar en el pasado, a contactar con sus antiguos compañeros, cuya mollera ha mejorado notablemente en comparación con la suya, y al lector se le traslada la manoseada historia de que la gente, cuando quiere ocultar algo importante, se dedica a desperdigar señales para que alguien, el elegido, el designado por el Destino, deambule por medio mundo dando tumbos bajo los auspicios de la diosa Chiripa hasta que encuentre, en los sitios más insólitos, y en su debido orden, todos y cada uno de los simbolitos-guía y (¡otra vez tachán!) localice el «tesoro». La idea estaría muy bien cuando ese alguien ocultador hubiera designado al elegido para la gloria y al menos le hubiera dado alguna pista para comenzar a buscar, pero en esta historia los tontos son tan pitos que ni eso necesitan y además han sido seleccionados por el azar. Vamos, que tanta pista para que luego el código lo mismo sirva para los buenos que para los malos o los señores que pasaban por allí. Y ya, de paso, el desventurado protagonista, al tiempo que nos cuenta cómo fue su pasado, acaba enterándose de cuanto ignoraba sobre él.

En resumen, que tú vas a la pescadería y al ver una sardina dices, «¡Coño, una sardina!». Lógica sorpresa porque el cadáver del bicho es, sin duda, una señal que tú has detectado por espabilado, porque hace cuarenta años, lo último que te preparó Fulano para merendar antes de desaparecer fue un bocata de sardinas. Alerta gracias a esa evidente señal, comienzas a buscar y a detectar todas las sardinas que se cruzan en tu camino, aunque sea por alusiones, desde las del bar al nombre de la playa del Sardinero o a la raspa que dejó un gato en un lóbrego edificio abandonado. Y así, de sardina en sardina y pinchándote con las espinas, descubres la criptonita, un tesoro de los mayas o la fórmula de la Cocacola.

Que bajo el nombre y el perfil de Twyford se alude a Enid Blyton es tan evidente que no necesita la aclaración que la autora hace al final. Otra cosa es que, si las críticas a Blyton hechas desde el tiempo y los valores presentes (vaya maldición) se intentan compensar con homenajes como éste, la pobre Enid prefiera lanzarse al mar desde el acantilado más alto de la isla de Kirrin.

En resumen, respecto a la trama, típica yincana.

Otro problema es que lo mejor de la novela, el final, lo bastante original e inesperado para que el lector se sienta parcialmente recompensado por haber llegado hasta allí, parece protagonizado por un personaje distinto al conocido hasta entonces. Que el más tonto acabe siendo el más listo no es infrecuente, pero según lo listo que acabe siendo cabe preguntarse si ha sido él el que se ha hecho pasar por tonto o ha sido la autora (es por lo que apuesto) quien ha tomado por tonto al lector.

Por lo demás, la lectura es por momentos desesperante. Lo mejor que se puede decir del lenguaje es que es lo bastante soso y lo bastante bien destruido como para resultar desquiciante. Se dirá que es consecuencia de la fingida transcripción automatizada, pero es que son trescientas y pico páginas de «consecuencia». Quizá, eso sí, la lectura en inglés sea más llevadera, porque traducir un destrozo intencionado a un destrozo en español debe de ser complicado; a fin de cuentas, no sabes si fallar tiene penalización o recompensa.

Y, para terminar, una vez noqueada Enid Blyton con una amplia colección de especulaciones de las que no necesitaba ser rescatada, la cubierta del libro (no la faja, ¿eh?, la cubierta) proclama que, según The Times, Janice Hallett es la «Agatha Christie del siglo XXI». Esta afirmación sí que es un misterio, y no el de El Código Twyford.


lunes, 18 de marzo de 2024

La guerra privada de Samuele – Andrea Camilleri

 



Las editoriales siguen exprimiendo la figura de Andrea Camilleri antes de que sus devotos comencemos a pasar a la historia o nos olvidemos de él. En solo tres meses han salido en España cuatro títulos del autor siciliano: la endeble La masacre olvidada (Destino), el tercer volumen de  Historias de Vigáta (Altamarea), La guerra privada de Samuele (Salamandra), que aquí reseño, y la reedición, ¡por fin!, de La desaparición de Patò (Booket, ved la reseña en el enlace), divertidísimo libro que desde hace años estaba más desaparecido que el personaje que le da título. ¡Cuatro títulos de Camilleri en tres meses!

La guerra privada de Samuele es un conjunto de seis relatos de los cuales uno, El homenaje (pulsad en el enlace para ver la reseña), ya había sido publicado de modo independiente en la misma editorial. Por tanto este volumen tiene algo de refrito, ciertamente, pero a su favor cabe decir que sus relatos reflejan al mejor Camilleri, al más incisivo y divertido a un tiempo, el que une historias que reflejan y denuncian lo peor de la condición humana del mediocre (es decir, de todos) a la que solo el amor salva algunas veces, con historias de honradez que tienen un componente que oscila en lo mitológico, lo onírico o que abordan el tema de la dignidad humana, cualidad siempre reclamada por Camilleri para el pobre, para el desarrapado, porque el rico, cuando pierde la dignidad suele estar en condiciones de recuperarla o, al menos, de que todos a su alrededor finjan que la mantiene. Merece la pena leer este libro.

Como curiosidad, quienes habitualmente seguimos la pista de Camilleri teníamos localizado desde hace más de una década un librito hasta ahora solo publicado en catalán, (Edicions Bromera): La triple vida de Michele Sparacino. Conociendo a Camilleri, el título prometía. Bueno, pues La triple vida de Michele Sparacino es uno de los relatos de este volumen, pero la historia, siendo buena, no es el enredo que el título sugiere, aunque sí parta de un equívoco para acabar demostrando el determinante poder de lo anecdótico.





miércoles, 13 de marzo de 2024

La chica del verano – La Vecina Rubia

 


Escribo esta reseña dando por supuesto que quien se dispone a leer esta novela ha leído ya las dos anteriores, pues las tres comparten personajes y cada una es una continuación de la precedente.

No hace mucho dije en una entrevista en la televisión local que las novelas comienzan en el título. La chica del verano es, sin duda, un título magnífico, pero no tanto por cierto hecho narrado en sus páginas (que sabrá quien lea la novela), sino porque el leiv motiv de esta trilogía es conocer a una narradora cuyos ciclos vitales parecen girar en torno al verano. Sin embargo, en realidad hay una escritora que juega al despiste; una narradora que ejerce de tal pero que también encarna un personaje de ficción (que a su vez en la vida real ejerce la escritora) si puede decirse así, porque un perfil anónimo en redes sociales no deja de ser una especie de teatro virtual en sesión continua; y, además, todas ellas operan de objeto de la novela y de aliciente para la lectura. Una mezcla difícil de encontrar y complicada de gestionar para una escritora con un pie en la realidad privada de todo escritor y otro en esa realidad virtual compleja y pública. La relación entre la persona privada, el personaje virtual público y el personaje literario mezcla de los dos anteriores es un cóctel cuya composición exacta solo sabe una persona de quien sabemos bien poco, aunque la sintamos cerca. 

          También sabemos, eso sí, que ese cóctel tiene tan buen sabor que hay colas para su degustación. Lo menciono porque si uno echa un vistazo a las infinitas sagas que pueblan las librerías, la vida de casi todas se reflejaría en una curva decreciente (quizá por eso ahora, para evitarlo, se ha puesto de moda sacar varios títulos a la vez): un primer éxito o exitillo aprovechado por unas cuantas secuelas con número de lectores en general en declive porque con cada nuevo título se reduce el número de personas que han leído todos los anteriores. Que esa curva sea casi horizontal, y no digamos ya creciente, es un logro al alcance de pocos. La «saga verano» se ha mantenido en unos niveles tan elevados de difusión que sin duda la fidelidad de los lectores ha sido muy superior a lo habitual. Quiero destacarlo porque creo que el gran mérito de la autora es su capacidad de comunicación. Y sin comunicación, no hay literatura sino soliloquios y experimentos lingüísticos.

          El argumento de La chica del verano no es tan diferente a las anteriores novelas como permitía aventurar el final de Contando atardeceres, pero sí es parcialmente distinto. Por una parte, los protagonistas ya empiezan a ser gente talludita; es decir, instalada en la rutina del trabajo y el día a día. Al tener su vida más o menos hecha ya no navegan buscando su rumbo, porque ya lo han hallado, sino que se limitan a mantenerse a flote del modo más agradable posible, dejando que la corriente les lleve vida adelante sin otra preocupación que sortear tormentas y marejadas y no naufragar por accidente. Esto es importante, porque gran parte del éxito de comunicación que antes he mencionado creo que se debe a la capacidad de la autora para exponer la vida de los personajes en paralelo a la de los lectores, explicando y opinando de modo que cada cual pueda comprender mejor sus propios actos. Pero, por otra parte, el final de Contando atardeceres prometía algo muy distinto: contar en esta novela algo por lo que casi ningún mortal pasa. Una experiencia excepcional: la de, desde la normalidad de una vida común, crear algo que parece una mujer rubia bromeando, contando chascarrillos y poniéndose seria de cuando en cuando, pero que también es, y todo a la vez, un gigantesco medio de comunicación, un espectacular escaparate, una enorme fuente de notoriedad y, lógicamente, una empresa cuya rentabilidad, sea cual sea, a largo plazo pende hilo de la delicada gestión de todos esos equilibrios y, por supuesto, de la evolución de los gustos en las redes. Digerir algo así, desarrollarlo y sacarlo adelante sin que se te vaya de las manos ni se te suba a la cabeza es complicado en todos los órdenes. Desde el organizativo hasta el psicológico.

          A mí me interesaba el plano psicológico porque, desde la ignorancia, tengo la sensación de que ha implicado dosis elevadísimas de realismo, inteligencia, pragmatismo y autocontrol. Admiro a todos los que reúnen esas virtudes; he conocido a poquísima gente así, de todos he aprendido mucho, y todos han llegado donde han querido llegar. Además, quizá sea porque llevo ya unos cuantos años husmeando en el mundillo literario, he perdido la cuenta de la gente que ha sido víctima de su propia vanidad, lo que me hace valorar especialmente a quienes la someten y vencen sin necesidad de darse un previo castañazo.

          Bueno, pues La chica del verano solo hace una exposición elegante pero tangencial del proceso al que acabo de aludir. Cuenta más de algunos «principios» que de su aplicación concreta. Por ejemplo, se insiste en la voluntad de preservar el anonimato y en la idea de que La Vecina Rubia es, de facto, una especie de personaje colectivo integrado por los millones de personas que interactúan en torno a él. Es cierto y también es interesante. Sin duda algo así refuerza los lazos de la autora con sus lectores, pero no es lo que mi curiosidad esperaba, lo cual no es ni bueno ni malo. Es lo que ella ha decidido contar; no sé si para preservar su intimidad, si para no trastocar el devenir del resto de la historia o si para facilitar que los lectores no se sientan distanciados al no compartir experiencias que jamás han de conocer. En cualquier caso, a mí me hubiera gustado encontrar más reflexiones sobre lo que admiro: la capacidad para la autodisciplina, lo que se siente al afrontar tentaciones como la notoriedad o cómo se vive emocionalmente, se gestiona y se aprovecha, sin dejarse los pelos en la gatera, un montón de oportunidades inimaginables para la mayoría y no siempre compatibles entre sí. 

          De lo dicho queda claro que a pesar de la promesa implícita en el final de Contando atardeceres, el núcleo de La chica del verano sigue siendo, como en las novelas anteriores, la vida de sus protagonistas. Siguiendo el sendero conocido, el paisaje que ahora muestra es la vida de personas ya bastante adentradas en la treintena, o quizá incluso un pelín más. ¿Y qué se plantea uno a esas edades? Las relaciones de pareja, la maternidad y la paternidad, las relaciones familiares con padres que de pronto son ancianos, la relación entre lo que uno deseaba y el modo en que ha acabado ganándose la vida, cómo las rutinas de esa época afectan a las relaciones forjadas en épocas anteriores, el sentimiento de culpa cuando se empiezan a dejar de lado a personas, unas porque quedan atrás y otras porque cada cual tiene su tiempo y sus prioridades… Esas cosillas. Y esto es lo que encontramos. Bien contado, bien narrado y, marca de la casa, sin dejar de oscilar como un péndulo juguetón entre el humor hiperbólico y gamberro y la emotividad. Seguro que muchas personas, al leer este libro, pasarán de la lagrimilla a la risa en un solo párrafo en más de una ocasión.

         Que La chica del verano es también, como sus antecesores, un buen libro de humor, no puedo dejar de expresarlo en un blog como este.

          Los personajes ya son conocidos, están bien perfilados y evolucionan de acuerdo con su edad y circunstancias, lo cual no es fácil de plasmar sin perder continuidad en algún momento. La autora lo consigue. Solo hay dos aspectos que me han llamado la atención no para bien: la ingenuidad final de Sara, que de pronto parece bastante pánfila; y el perfil de Javi, que desentona en el conjunto de personajes luminosos un poco por falta de ingenio, otro poco porque siendo un tipo normal se le endiosa magnificando sus esfuerzos, virtudes y problemas y, también, por qué no decirlo, porque a veces parece tan tarugo que más problemas resuelve con el resignado sacrificio y el perdón que con la razón o la comprensión.

          Al igual que en Contando atardeceres, en La chica del verano tampoco hay malos, pero como un desfile de buenos sería soporífero, la oposición entre personajes necesaria para mantener la tensión se logra enfrentando a los buenos con otros buenos un poco tontos o equivocados. Estos roles son intercambiables. Nuevamente, y esto es común a las tres novelas, se logra cierta tensión adicional a través de problemas de salud, achaques y demás «bendiciones» que recaen sobre el ser humano.

          La experiencia se nota. Este libro está mejor escrito que los precedentes. La Vecina Rubia maneja con destreza el lenguaje. Es difícil y meritorio expresarse con sencillez sin caer en reiteraciones, redundancias, desórdenes, simplicidades, grandilocuencias y otras desgracias que, por ejemplo, pueblan los best seller de cierto cateto que yo me sé. Esta novela lo logra y yo diría que a la vista está que es fruto del trabajo y el esmero por mejorar. No hay mayor signo de respeto al lector.

          También es muy interesante el modo en que disecciona. Los personajes apenas dicen o hacen algo sin que la narradora explique por qué. Es acertado, ya lo que intenta trasladar al lector para reflexionar no son los hechos protagonizados por los personajes, sino que el material para el pensamiento son las propias reflexiones de la autora sobre esos hechos. Hay algunas brillantes. Y así como en las novelas anteriores tenían cierto tonillo de «autoayuda», ahora, al alejarse del consejo o disimularlo mejor, la novela gana peso.

          Lo que menos me ha gustado tiene que ver con la estructura y algunas manías. En primer lugar, la novela no es lineal, sino que se ve interrumpida por los «escalones» de conversaciones que poco o nada tienen que ver con el discurrir de los acontecimientos y que no aportan nada más que ver en su salsa a un grupo de amigas. Nada añade porque también se les ve así cuando se enfrentan a los hechos relevantes de la novela. El comienzo y los primeros capítulos, por ejemplo, me han desorientado un poco. En segundo lugar, algo que ya viene de novelas anteriores: la insistencia en repetir con excesiva frecuencia datos, motivos y razones, como si la autora no confiara en la memoria del lector o en su propia capacidad de comunicación. Por ejemplo, que la protagonista hace suyos los problemas ajenos o que no alcanza a contestar a todo el mundo que se dirige a ella en las redes se menciona n+m veces; mejor sería callarlo si luego lo van a hacer patente los hechos, o si ha sido dicho ya. Lo mismo puede decirse de la exaltación de la amistad o de la mención de ciertas preocupaciones. Resta agilidad e impaciencia al lector. Tercero, aunque esto es una percepción tan subjetiva que quizá muchas otras personas no la compartan, las risas a carcajadas de los personajes con ocasión de comentarios ingeniosos casi siempre me parecen sobreactuadas, quizá porque en mi entorno el ingenio y las bromas se celebra más con sonrisas y buen humor que con carcajadas a mandíbula batiente. Y, cuarto y último, así como los recursos humorísticos provenientes del personaje de redes están espolvoreados de modo magistral por la novela, hay otro, el recurso a la escatología, que pone fin a varias escenas entre tensas y solemnes, que llama lo bastante la atención como para que se note su reiteración. Mejor, en alguna de esas ocasiones, haber puesto al gato a causar un estropicio.

          Buena novela, interesante, en la que además se ve crecer la talla de la Vecina Rubia como escritora, y con un final abierto a una cuarta novela con argumento diferente.

          Aunque, por ahora, lo que ha anunciado la Vecina Rubia es que su próxima novela nada tendrá que ver con las anteriores. Si es así, será un acto de valentía y de reivindicación como escritora de alguien que, a estas alturas, si ya no está hasta las narices de los prejuicios es porque se ha cansado tanto de ellos que ni los recuerda. Pero también es un arriesgado salto ante los mezquinos ojos de quienes no perdonan los éxitos, reparten carnets de escritor o mean recitando a Homero. Ojalá le salga bien. Se lo merece. Y además los lectores lo disfrutaremos.


sábado, 9 de marzo de 2024

159 palabras al azar

 



El jueves día 7 quise desengrasar la mente con un ejercicio literario: improvisar un relato que incluyera varias palabras seleccionadas al azar. Pedí socorro en Twitter, llámenlo X: ¡Una palabra al azar, por favor! Recurrir a otras personas me permitía evitar cualquier sesgo debido a lo que quiera que mi mente pudiera haber tramado de antemano sin yo saberlo. Dado el número de interacciones que suelen tener mis tuits, pensaba que no más de cinco, seis o diez personas se animarían a contestar. Lo suficiente para un relatillo enano, que era lo que pretendía.

          Bueno, pues me regalaron 159 palabras, algunas de ellas repetidas, otras fruto del azar y el resto hijas de un azar un tanto, ejem, forzado. Las indicadas en la foto que ilustra esta entrada. En menudo lío me había metido, ¿verdad?

          Ofreciendo las necesarias disculpas por las carencias debidas a la premura y a la necesaria improvisación, espero haber salido del embrollo con este relato que contiene, marcadas en negrita, todas y cada una de esas palabras y que se titula…



 

159 PALABREJAS


 

            Había pasado toda la tarde disfrutando del sutil juego de rascarme la panza sobre la tumbona, en el jardín, con unas almendras y una botella de cerveza al alcance de la mano. En las horas de más calor había tenido los pies sumergidos en un lebrillo de loza blanca. Cuando los saqué y me reacomodé, abrí la segunda botella, la cual, por la frecuencia con la que bebía, más parecía chupete que botella, ¡pero, qué placer! No me atrevía a hacer nada más que disfrutar. Si me movía o se me ocurría dar un palo al agua hubiera roto la paz. Había alcanzado la posición de Zugzwang, que fue un tipo tan listo como para descubrir las ventajas de quedarse quieto. Aún así, desafiando a ese individuo, moví los ojos. Observé entonces la uña del dedo gordo de mi pie derecho. Me quedé ojiplático. ¡Qué larga estaba ya! Parecía un mejillón adulto. Iba a ser menester recortarla antes de que Muslitos, mi entrañable pareja, apareciera por la puerta, se topara con tamaña serendipia y volviera con su sempiterno discurso de que soy una sucia sanguijuela entregada a la procrastinación; un pobre zangalotino incapaz de cortarse las uñas o de freír un huevo y que en lugar de trabajar para ganarse la vida aún piensa en pasar las horas muertas jugando a Pokémon; un maranguán, como me suelta emulando a su abuelo aragonés, que está todo el día en Babia (yo, no su abuelo). ¡Qué atávico es esto último! En estas ocasiones siempre le respondo aludiendo a mi condición nefelibata; es decir, soñadora. ¡Es importantísimo que la imaginación tenga un hueco en este mundo! Y a eso me dedico yo: a imaginar.

          Es preciso que alguien haga tan importante labor si queremos hacer sostenible nuestra sociedad. La fantasía es la puerta de toda esperanza. ¿Cuál es la esencia de la esperanza sino la previsión de un futuro mejor? Para que la esperanza sea inmarcesible y no se vaya al diablo es necesaria la imaginación. Vamos, que la imaginación es lo penúltimo que se pierde.

            Con mi comportamiento ejemplar aspiro a ser un salvador. Lo digo en serio, no es una coartada ni fruto de la corrupción del pensamiento.

            Sin embargo, pese a conservar todavía imaginación y esperanza, antes ya había perdido otras cosas. Por ejemplo, la pelota de crícket que Muslitos había comprado para su sobrino y el mochuelo fosforescente para su sobrina. Los habíamos adquirido de oferta durante el viaje por Mesopotamia al que me dejé arrastrar cuando la perfidia de Muslitos aprovechó uno de esos momentos de debilidad en los que mi mente anda como en una nebulosa. Así que cogimos nuestro hatillo y allí nos largamos, a dar tumbos entre el Trigris y el Eúfrates, viendo un montón de cosas raras y llevándonos como recuerdo un falso pergamino en sánscrito que, supuestamente, detallaba la receta del bhelpuri. Puestos a ver ríos, yo hubiera preferido el Jataté, en México (donde podíamos haber ido a remojar los pinrreles tras visitar la Comala de Juan Rulfo) que es menos conocido y por tanto supongo que más tranquilito, y donde un cacahuete es un cacahuate. Si vienen a mi cabeza cosas de poco valor, como este humilde fruto seco que tanto me recuerda a aquel viejo coche, el biscúter, es porque, volviendo a lo de antes, no recordaba dónde podía haber metido ni la pelota ni el maldito mochuelo. Mi intuición me decía que podían estar sumergidos en el revoltijo de maletas, ropa sucia y recuerdos que había amontonado a la vuelta del viaje en el suelo, a los pies de la cama, pero con cuidado para no dejarlo sobre alguna pelusa. Si en medio de aquella enorme masa amorfa podía haberse perdido hasta un cocodrilo, ¿cómo no iban a perderse una puñetera pelota o un mochuelo de juguete? En algún momento iba a tener que buscarlos, claro, pero encontrarlos entre tanta mugre iba a ser una epopeya. Si la entropía es la medida del desorden de un sistema, el desorden del dormitorio sobrepasaba toda medida. Algo debía hacer para rescatar los juguetitos, porque Muslitos se iba impacientando de día en día. Pero se estaba tan bien con la cervecita y ya las últimas almendras del plato…

            En ese momento la susodicha apareció con una botella de vino blanco en una mano y el descorchador en la otra. Se fijó en mí y en mi bañador azul con margaritas, y se acercó con paso lento. Con esta descripción cualquiera pensará que venía en son de paz, ¿a que sí? Pues no. Con un formidable encono me espetó en tono beligerante:

        —¿Aún estás aquí, cansa almas?

        —¿Qué te ocurre, Muslitos?

        —¡Que no me llames Muslitos!

        —Vale, vale, Genoveva. ¿Qué te sucede?

       —Ese muro de mierda en forma de paralelepípedo que llega desde la cama hasta el zócalo

        —¿Qué le pasa?

        —Que ya está bien. ¡Lleva tanto tiempo ahí que dentro pueden haberse formado hasta fósiles!

       —Je je je. ¿No estaría mal? ¿Te imaginas la prensa? «Descubierto un austrolopiteco en...»

      —¡Vale ya! ¡Tendrás que ordenar alguna vez! ¡Ya no tienes ninguna coartada para seguir escaqueándote veinte días más!          

        —¿Cómo que no?

        —¡No! —Exclamo esbozando una sonrisa maligna que puso a prueba mi trabajada serenidad— Primero dijiste que te habías dado un golpe en el astrágalo, pero cuando el viento se te llevó un billete de cincuenta euros bien que corriste sin ningún problema. Ahí te pillé. Luego adujiste un supuesto golpe contra la roca de adorno que pusimos junto a la linde del césped, para que no se viera tanto el suelo de hormigón, y con esa excusa pasaste una semana con semblante taciturno, lloriqueando y diciendo estar maltrecho. ¡Qué morro! ¡La de suspiros que soltabas como si la fueras a palmar! ¡Y hasta algún estertor para que te hiciera caso! ¡Pero ayer te sorprendí andando bien ligero tras la vecinita mona! ¿Curación milagrosa? ¿Un sortilegio? ¡No! ¡Un morro que te lo pisas! Así que hoy te has levantado diciendo que no podías hacer nada porque te había sentado mal el guiso de cola de cerdo con zanahoria al azafrán de anoche. ¡Ya! ¡Y por eso estás ahora aquí poniéndote hasta culo de cerveza y gominolas!

        Almendras.

        —¡Cierto! ¡Que anoche con los chupitos de mamajuana te zampaste hasta la última gominola!

        —Pero, cariño…

        —¡Estoy harta de tus artimañas!

            De haber tenido un astrolabio habría comprobado la posición de los astros, pues como mi conducta no era para tanto, seguro que el furibundo parlamento de Muslitos se debía a alguna extraña conjunción planetaria. Sin embargo, no estaban las circunstancias para dedicarme a esta datificación, pues algo me decía (quizá el horrendo fruncimiento de sus labios pintados de bermellón) que su cabreo era ciclópeo, por lo que contrariarla podía llevarla a cometer cualquier desatino. Opté por cambiar de tema.

        —¿Te has fijado en qué bonitas están esa caléndula y la peonía?

        —¡Como me vengas ahora con flores te las meto por el culo, que ya está bien de tomar el pelo, joder! —anunció enarbolando la botella de vino, que aún no había hecho amago de abrir.

            ¡Qué genio! ¡Ni que yo fuera un jarrón! ¡Y a saber si semejante tratamiento provocaba impétigo o cualquier otra reacción en mi delicado pellejo! Y yo que quería ser simpático… En fin, el caso es que comenzaba a sentirme indefenso, pues Muslitos, aparte de carácter, tiene bastante fuerza, pero logré permanecer impávido y no empezar a sudar a mares. Por mi mente pasó el runrún de si ordenar todo al día siguiente no sería una alcabala demasiado gravosa para mi bienestar, cuando una libélula tuvo a bien posarse, justo en ese momento, en un nenúfar del pequeño estanque, lo cual me proporcionó la excusa para intentar sortear de nuevo el enojoso asunto que había traído al jardín a mi media naranja:

            —¡Ah, la naturaleza! ¡Mira ese animalillo, tan distante su microscópico cerebro del heteróclito conjunto de…!

            —¿Heteroqué?

            —Heteróclito. Dícese de un conjunto de cosas diversas que…

            —¡Vaya cambio de tema! ¿Pues sabes qué te digo? Que no hay nada menos heteróclito que tú, que eres cien por cien huevazos.

            La imbricación de estas opiniones con las anteriores expuestas por el amor de mi vida con la claridad y abundancia de la que acabo de dejar constancia, unida a mi sempiterno desacierto para reconducir este tipo de situaciones, acabó de alborotarme el pensamiento. Por supuesto, podía replicar airadamente en defensa de mi derecho a la holganza fantasiosa, pero no me apetecía desarrollar los entresijos de mi ciencia en pro de la Humanidad y tampoco era cuestión de entrar en un tiroteo de exabruptos, como borregos maleducados, así que opté por entibiar el ambiente con un nuevo cambio de suerte:

            —¿Te he contado el chiste del ascensorista austrohúngaro?

            Muslitos me miró como a un miserable gañán, sin decir nada, pero con un gesto tan elocuente que me sentí acorralado y, sin pensar, afronté directamente la trifulca diciendo en tono persuasivo:

            —Vamos, amor mío. No te enfades solo porque al lado de la piltra dejé hace unas semanas el anorak y cuatro o cinco cosas más.

            —¡Cuatrocientas o quinientas! Y no al lado de la cama sino, en concreto, en el suelo a los pies la cama y hasta la pared. ¡Bueno, cama! ¡Si con todo eso alrededor parece un vulgar catre! ¡Una yacija en una cuadra!

            —Bien, vale. Cuatrocientas o quinientas. ¡Tampoco son tantas, comparado con todo lo que hay por el mundo!

            Me miró con profundo desprecio, pero yo seguí quitando hierro al asunto exclamando:

            —¡Pero mujer, que estamos en primavera! ¡Mira esa entrañable golondrina! ¡Cómo vuela! ¡Qué maravilla el arpegio de sus trinos proponiendo un romance al golondrino! ¡Y dentro de nada llegará el crepúsculo con la suavidad de una goleta surcando aguas tranquilas, y el intenso arrebol de las nubes cuajará en el horizonte!

            Más que tonos rojos, las nubes, que habían ido apretujándose, ennegreciéndose y acercándose, lo que prometían era un inminente y soberbio tormentón. Más gordo aún del que Muslitos estaba descargando sobre mí. Pero sabiendo que ella era la que mandaba en casa y que yo no era más que su achichincle, a la venta del primor primaveral añadí el colofón de este generoso alboroque:

            —Por cierto, no es por querer ser entrometido volviendo a discusiones del pasado, pero he de reconocer, con toda humildad, que los caireles con elefantitos que te regaló tu amiga Úrsula no fueron un regalo tan deleznable como dije entonces, pese a que la intersección de las trompas parezca un lazo ñoño. Al revés, es una alhaja que te queda estupenda. Nunca quise ofenderte, cariñín.

            —¡Pues siempre lo haces! —Suspiró Muslitos— Sinceramente, no sé qué vi en ti. Cuando nos conocimos, por tu acento me pareciste anglosajón, hasta que me di cuenta de que ibas tan borracho que no acertabas ni a pronunciar tu propio nombre. Quizá por eso me caíste bien, pero por qué accedí luego a tener una aventura contigo es un profundo misterio que aún no me explico. ¡Y hasta hoy! Ni siquiera eras guapo o sabías silbar una melodía romántica. ¿Cómo no advertí al instante que eras un mastuerzo chapucero y muerto de hambre? ¡Pardiez, si eras tonto! Todavía recuerdo la primera vez que te invité a un restaurante, porque tuve que ser yo quien lo hiciera: cuando íbamos a brindar por nosotros con ese vino peleón que regateaste al camarero, de modo inopinado te atragantaste con una espina y tuve que llevarte corriendo al hospital, donde te tuvieron en observación dos días porque del soponcio te había subido el azúcar y se te había obstruido el colédoco. Eres rarico hasta para enfermar, hijo.

            Muslitos había dicho todo esto con voz trémula, pero con el ánimo ya algo aplacado. De haber tenido el astrolabio hubiera vuelto a escudriñar el cielo para ver qué nuevo fenómeno celeste podía haber propiciado el cambio. O quizá fuera que la peregrinación de nubes había alcanzado la vertical al jardín dejando caer una suave llovizna que estaba empapando el suelo produciendo un relajante olor a tierra mojada, el petricor ese que dice la gente culta.

            En ese momento el estruendo de dos truenos procedentes de los extremos de la tormenta formó tal batahola que la paloma que nos espiaba desde una ramita del abeto salió zumbando. Muslitos la contempló con envidia, como si el volar de los pájaros fuera una libertad completa y no expuesta a peligros tales como achicharrarse en una catenaria o cascar por beber agua insalubre en cualquier charco. En todo caso, a mí el zambombazo me sobresaltó tanto como a la paloma y exclamé:

            —¡COÑO!

            Tras ver alejarse al ave, Muslitos murmuró:

            —«Coño». ¡Mira que eres ordinario!

            —¿Y qué quieres que diga? —me mosqueé, porque empezaba a cansarme de tanta crítica—¿Chucha? ¿O quieres que me trague la virgulilla y diga una cursilería como «cono»? ¡Como ese personaje de un viejo best seller de Vizcaíno Casas, el tipo aquel con bigote: una señora tan finolis que por no pronunciar la palabra «huevos» decía «posturitas de ave»! ¡Cono! ¡Cono! ¡Cono!

            Muslitos hizo un gesto de hastío y, por no mirarme, posó los ojos sobre lo que comenzaba a mojarse en la mesilla situada junto a la tumbona donde aún yacía mi cuerpo serrano.

            —¿Qué estás leyendo?

            Me alegró que no siguiera lanzándome puyas. Mientras la tormenta de las alturas tomaba forma, la terrestre escampaba. O eso parecía.

            —Un centón con cosillas de…

            —A ver… «Lo mejor de Miguel Ángel Buj». ¿Quién es ese? No lo había oído en mi vida. Cuando digo que eres rarico para todo…

            Tan amarga observación convirtió repentinamente el interior de mi cocorota en un desierto en el que, por no haber, no había ni memoria de cómo había llegado aquel libro a mis manos ni de quién podía ser aquel sujeto.

            —No sé —Reconocí—. Pero entre la cerveza, las almendras y este libro me siento feliz. Damos mil vueltas a las cosas, pero quizá la felicidad carezca de entresijos y sea algo tan simple como no discutir con nadie y leer en un jardín.

            Comenzó a jarrear.

            Muslitos cogió el libro para que no se mojara y, apresurando el paso hacia el interior de la casa, exclamó en tono resignado:

             —¡Anda, corre! ¡Aunque tú eres de los que no se mojan ni lloviendo!