En este blog solo encontrarás reseñas de libros que en algún momento me ha apetecido leer. Ninguna ha sido encargada ni pedida por autores o editores, y todos los libros los he comprado. En resumen: un blog de reseñas no interesadas para que sean interesantes.

jueves, 16 de octubre de 2025

Polifemo – Ignasi Ribó

 


Durante un viaje a Madrid, hace ya bastantes años, pasé por una librería de la que no recuerdo ni el nombre ni la ubicación. En ella me topé con una oferta de libros de Edhasa de la que «Polifemo» formaba parte. Tres libros, diez euros. Una liquidación. Todos uniforme y magníficamente editados en la colección «Edhasa literaria». No obstante, los mejores títulos o no habían llegado a estar de oferta o habían volado. Solo quedaban varios para mí tan desconocidos como sus autores.

Hasta aquel día no sabía que existía Ignasi Ribó, ni tampoco «Polifemo». Después no he oído hablar de ninguno de los dos. Creo que compré el libro atraído por el bajo precio, lo cuidado de la edición y porque me dejé llevar (mea culpa)) por la faja que podéis ver en la foto, sin reparar en que los pasos de Miller o Cèline se pueden seguir a poca o mucha distancia y que, en cualquier caso, entre seguir los pasos de alguien y alcanzarle hay una enorme diferencia. Tampoco llamó entonces mi atención el «o», que no tiene por qué ser lo mismo que una «y». Miller «o» Cèline.  ¿Habría disparado al azar, sin apenas mirar el libro, el anónimo crítico de La Vanguardia en favor de sus casi vecinos de la calle de la Diputación? ¿O había hecho una crítica sibilina disfrazada de elogio?

Estas observaciones me las he hecho ahora, varios años después, tras leer por fin el libro.

¿Qué puedo decir de él?

Que Ignasi Ribó escribe bastante bien, que tiene destreza y habilidad, pero que en esta ocasión no tenía mucho que contar al común de los mortales.

En un tono que al principio parece serio y pronto enlaza con la parodia, el protagonista, un joven becado que no pega un palo al agua y vive en París, se pasa la vida deambulando por los jardines de Luxemburgo, de los que el libro ofrece un montón de fotografías en blanco y negro que no acaban de verse bien, a pesar de lo cuidado de la edición. En ellos está enclavado el Senado y, cruzando la calle, el teatro Odéon. En este entorno va y viene el caballero porque una vez se topó, junto a las estatuas, con una mujer hermosísima, que supone nórdica aunque no llegó a intercambiar una palabra con ella, de la que se enamoró como un imbécil al instante y de la que nada sabe desde ese mismo momento. Piensa que alguna vez ella volverá, y ahí estará él para aprovechar la ocasión, esta vez sí, en lugar de quedarse callado como un memo. El obseso protagonista, que se dirige al lector en primera persona, fantasea con explicaciones y futuribles. Aunque supuestamente se está especializando en novela romántica, nada de romántico hay en él. No es que remede un escritor maldito, es que ni siquiera se tiene a sí mismo por un maldito escritor. Sus disparatadas fantasías serían más que repugnantes si él mismo no admitiera su evidente cobardía para llevarlas a término; aunque puede interpretarse que su impotencia alienta su truculencia. Y como no solo las tiene, sino que además desea llevarlas a cabo, nada impide afirmar que está como una regadera. No obstante, sí es capaz de ejercer una gratuita crueldad con los débiles. La mezcla de ambas cosas alumbra un personaje al que no se le acaba de coger el pulso y, como tampoco hace nada distinto a lo que acabo de contar, el lector no tiene claro de ni donde viene ni dónde va el protagonista. Ni su historia. 

Y es que no va a ningún lado. Se queda dando vueltas en los jardines de Luxemburgo.

El título es, sin duda, lo más paródico. El brutal cíclope se enamoró de Galatea, que no le hizo caso. El Polifemo de Ribó es también brutal, y hasta está dispuesto, en teoría, a matar al pastor Acis, pero su Galatea ni siquiera llega a saber que existe. Y aún hay otro paralelismo: Polifemo tenía un único ojo, y el protagonista de esta historia también parece hacer todo con solo uno. Dado que va por el mundo sin mirar ni ver, adivinad a cuál me refiero.


lunes, 13 de octubre de 2025

Moncayo estrés – Miguel Mena

 


No está en el blog, porque la leí antes de crearlo, «Alcohol de quemar», una obra que me dio el convencimiento de que Miguel Mena es un grandísimo escritor. Sí que está «Bendita calamidad», publicada en 1994 y aún reeditada (al menos lleva ya quince ediciones). Una obra bien escrita y sumamente divertida.

«Moncayo estrés» no supera a ninguna de las dos. Es una novela correcta, entretenida, divertida, pero le falta un punto de genio, de osadía en el tono. Quizá sea porque al basarse en un hecho real el margen de libertad sentido por el autor haya sido menor. O quizá sea, simplemente, que a pesar de que todas sus páginas captaron mi atención y disfruté con ellas, las leí mientras viajaba y eso, quieras que no, afecta.

«Moncayo estrés» reproduce la fórmula de «Bendita calamidad»: una mezcla de costumbrismo y peripecia singular, estrafalaria, vista con desenfado hasta en lo problemático. Costumbrismo aragonés y, más en concreto en ambos casos, de la zona del Moncayo, que es hacia donde tira Mena, madrileño afincado en Zaragoza.

La historia está inspirada en un suceso real: el secuestro del doctor Iglesias Puga, padre del cantante Julio Iglesias. El hombre, de 65 años, fue secuestrado el 29 de diciembre de 1981 por ETA político-militar y liberado el 18 de enero de 1982 (o el 17 o el 19, según la fuente) por un amplio dispositivo de los GEO, a los que saludó diciendo «¡Joder, lo que habéis tardado!». Sus captores lo ocultaron en Trasmoz, un pueblo del Moncayo, que actualmente tiene 83 habitantes censados y que se encuentra en una carretera poco transitada.

Tres son los protagonistas del relato: el propio secuestrado, cuyo papel es forzosamente limitado y cuya retranca no sé hasta qué punto se inspira en la información de la época o se la ha atribuido Mena por lo bien que casa con la imagen del personaje. El segundo es el lugareño que, ¡ay, el amor!, sin comerlo ni beberlo se ve con una participación esencial en un secuestro. Y el tercero, por supuesto, es Trasmoz, el único pueblo español aún oficialmente excomulgado (lo fue por temas de brujería), con un majestuoso castillo al fondo -el de la portada- que en días de tormenta le da aires góticos (en aquel momento propiedad de un «inventor» retratado en la novela como un simpático rara avis); un pueblo que lleva a gala su relación con Gustavo Adolfo Bécquer, que, dicen, pasó por allí e inspiró alguno de los relatos de «Desde mi celda» en la historia que le contó una tal tía Casca, la cual, al parecer, murió asesinada (impunemente) por los vecinos, que la tenían por bruja.

Siendo una historia tragicómica, lo cómico vence a lo trágico por aplastamiento. Es inevitable porque el final feliz del secuestro es del dominio público, de modo que el lector nada teme por la suerte del entonces «anciano de 65 años». El lector, además, apoyado en la falta de miedo y de dramatismo con el que secuestrado afronta su destino, disfruta desde la primera letra de cómo lo doméstico, las humanas miserias cotidianas y los momentos de desenfado se mezclan e interfieren con lo truculento, que se sabe inofensivo.

Termino refiriéndome a la figura del lugareño. Un albañil. Es parte central de la novela, pero no sabemos muy bien por qué se ha metido en un fregado del que solo puede sacar media vida en la cárcel. O, mejor dicho, ni él conoce el proceso mental que le llevó a esa situación, aunque la causa está clara: una vasca le hizo tilín (o tolón, visto el resultado) y ahí está él, uno más en la familia, con sus suegros, prestándose a lo que le digan: arreglar un «localito» para el secuestrado, vigilarlo o lo que haga falta. Es así como sabemos que los malos, por más malos que sean, también comen, establecen prioridades entre macarrones y coliflor, les gusta ver fútbol y beber cerveza, tienen sueño y ningún amor por recoger cubos llenos de heces y orines.

Un libro relativamente breve, entretenido, escrito con solvencia, en cuyas páginas cualquiera se sentirá a gusto, y todavía más quienes, como yo, tengan un recuerdo, siquiera sea vago o prestado, de aquel secuestro. El primero de ETA con motivación exclusivamente financiera.

Y, ya que estamos, quien quiera contextualizar mejor esta novela, que disfrute leyendo antes «El español que enamoró al mundo», de Ignacio Peyró, también reseñado aquí.


jueves, 9 de octubre de 2025

¿Qué pasa con Baum? – Woody Allen

 


El próximo 30 de noviembre Woody Allen cumple 90 años. Que a estas alturas la sesera y el ánimo le hayan permitido escribir una novela como «¿Qué pasa con Baum?» es impresionante. Ahora bien, sería ingenuo pensar que en ella pueda contar algo que no haya dicho ya en sus alrededor de setenta años de cara al público, o que haya esperado tanto para alumbrar algo especialmente brillante. El mejor de los seis libros suyos que he leído sigue siendo, con enorme diferencia, su autobiografía

Entonces, ¿qué pasa con Allen para haber escrito «¿Qué pasa con Baum?»?  La hipótesis más razonable es que, siendo Woody Allen, como dicen por aquí, un culo de mal asiento, a su edad la literatura es la mejor forma (o quizá la única) de seguir creando.

El humor de Allen está presente de varias maneras en estas páginas. Por fortuna, las comparaciones absurdas que otras veces resultan cargantes de tan frecuentes aquí casi ni se notan y el humor procede, en cambio, del liviano modo en que el protagonista se toma a sí mismo. Incluso tan angustiado como está es capaz de poner la distancia suficiente para verse, a la hora de escribir, con una objetividad de la que carece a la hora de vivir.

Narrada al alimón en tercera persona por un narrador anónimo y en primera por el propio protagonista, Asher BaumBaum es, qué increíble y original casualidad en la obra de Allen, ejem, un judío neoyorkino talludito que anda por el mundo sin comprender nada de él, con sensación de fracaso y bastante preocupado por el amor y el sexo. Una parte considerable de lo que cuenta lo hace a través de diálogos en voz alta consigo mismo, o más bien con su conciencia.

Las tres cuartas partes de la novela justifican el título y suplican cierta paciencia al lector. Son mero planteamiento. Si ya de entrada se informa de cómo es la vida de Baum y cómo ha llegado a ella, todas esas páginas no hacen sino detallar un proceso no particularmente interesante. Resumen: Baum es un escritor fracasado. Fracasado por cuatro motivos: porque apuntaba maneras de gran escritor, porque aspiraba a codearse con Kafka y Dostoievsky, porque escribe ladrillos pretenciosos y, en fin, porque el paso de los años ha demostrado que es un mediocre. En lo personal nunca ha acabado de superar que Tyler, su segunda esposa, le abandonara, pero hace años que está casado con Connie, una mujer rica y bella que se enamoró no de él sino de lo que parecía que Baum iba a ser: un escritor célebre. El matrimonio no está en su mejor momento. A iniciativa de ella viven en una mansioncilla en Connecticut, a un par de horas de Nueva York, donde Baum aún mantiene su apartamento. Connie tiene un hijo veinteañero, Thane, a quien todo el mundo considera un prodigio de belleza, inteligencia y talento. Tanto donaire tiene Thane que ha alcanzado lo que nunca ha logrado su padrastro: el éxito literario. Ha escrito un best seller que además es reconocido por su calidad literaria. ¡Toma ya! ¡El público y la crítica más sesuda rendidos a sus pies! Lo que no ha conseguido Baum lo ha logrado el niñato que nunca lo miró con buenos ojos. Para colmo, basta que Connie, tan decepcionada con Baum, mire a su hijo para hacer patente, por contraste, el fracaso del marido. Aunque el mayor problema familiar es que Baum no reconoce a Thane los méritos que los demás le atribuyen. ¿Celos? ¿La envidia del mediocre? Nada que mejore el ambiente.

Todo esto lo sabe el lector en la sinopsis y en las dos o tres primeras páginas. Luego, como ya he dicho, unas veces Baum hablando consigo mismo y otras un narrador tercero nos cuentan cómo sucedió todo. Un poco rollo, la verdad. Allen aprovecha la perorata para colar referencias culturales unas y «culturales» otras, aclaradas todas por el traductor en un anexo final de tres páginas. También deja caer alguna crítica sobre el mundillo literario que igual pasa desapercibida para algunos lectores, y no me refiero a lo inexplicable de que Baum pueda ganarse la vida escribiendo cuando apenas vende nada, sino a todo lo contrario: que la celebridad y la opulencia se alcancen con poco más de treinta mil ejemplares vendidos lo mismo puede ridiculizar la vanidad de los escritores que censurar lo poco que se lee a juicio de Allen o denunciar lo paupérrimo de un mundillo que siempre ha tenido más ínfulas y afectación que humildad y franqueza.

La última parte de la novela es la más animada y, por contraste con la anterior, es decir, en términos relativos, brillante. Brillante porque de pronto el lector se implica en la trama a través de un truco mucho más viejo que el propio Allen: un dilema. El que debe afrontar Baum. La resolución que adopte determinará el desenlace de su vida (es decir, de la novela) pero hasta ese momento las preferencias de cada lector vagan libremente impulsadas por el modo en que haya visto a cada personaje y, también, por su propia forma de ser, de sus valores.

¿Cuál es ese dilema? El que tiene todo el mundo que, sin comerlo ni beberlo, descubre una «verdad incómoda», eufemismo que vale para todo, porque las «verdades incómodas» lo son por tener varias caras, según quien las mire. Según el ojo, la «incomodidad» puede ser escándalo, satisfacción, oportunidad, justicia, injusticia, dolor, humillación, ofensa... 

Para no reventar nada no voy a comentar qué verdad es esa, pero no hace falta ser muy avispado para intuir que, si Baum se enfrenta a un dilema, es que algo tiene que ganar y que perder con ella. Tampoco es preciso ser una lumbrera para saber que no hay verdad que transforme en genio al mediocre, aunque el efecto inverso sí puede provocarlo. 

El interés de la novela, llegado este espléndido final que justifica la travesía previa del desierto, más que en el desenlace está en las reflexiones que haga el lector. En concreto: ¿Qué pros y contras ofrece a Baum hablar o callar? ¿Por qué elige lo que elige? ¿Qué opciones tenía? Hablar o callar, sí, pero, en el primer caso, ¿hablar a quién o a quiénes? ¿A todos o de modo selectivo? ¿Y cuándo? Y, lo más importante de todo, ¿en su lugar qué hubiera hecho el lector?

La respuesta a esta última pregunta aclarará muchas cosas al lector sobre sí mismo. El mérito de Allen es conducirlo a esa situación en la que el lector, como Baum, acabará hablando con su conciencia para intentar conocerse.

    Si se atreve, claro.


lunes, 6 de octubre de 2025

Nuestros muertos – Rosa Ribas

 


«Nuestros muertos» lo mismo puede hacer referencia a los familiares y seres queridos difuntos que a los líos y follones que se acumulan y amenazan nuestra tranquilidad.

La primera acepción es la que viene a la cabeza de quien haya leído la anterior novela de esta brillante saga (recomiendo leerlas por orden), pero la otra también tiene su razón de ser, habida cuenta de los secretos de la familia Hernández (el peor de los cuales, por cierto, procede de la anterior entrega y tiene su influencia en esta) y de los asuntillos en los que cada uno de sus componentes se acaba metiendo en estas páginas.

Ha pasado tiempo desde el fin de la anterior novela, y la agencia de detectives está desmantelada. Mateo es detective asalariado, la hija mayor se ha buscado la vida en otras actividades y la pequeña y su pareja, un tipo duro antiguo colaborador de la agencia, han montado su propio negocio de investigación y derivados.

Mateo, tan profesional unas veces como chapucero y liante otras, se topa, de estrangis, con un caso peculiar: la desaparición de un joven hombre de negocios, hijo del barrio (esa parte de Barcelona, desconocida para el turista, que es también protagonista de la saga), que lleva entre manos un proyecto impactante. El caso para otros miembros de la familia es distinto: averiguar qué c… está haciendo el patriarca. Y en interrelación de ambos casos averiguamos que hay un policía, un mozo de escuadra, obsesionado con lo que sucedió en la novela anterior y, por tanto, peligrosillo. El caballero, además, estaría más guapo con más escrúpulos. Obviamente, todo esto interfiere en las relaciones familiares y en las laborales de Mateo, por lo que junto a las intrigas propias de lo investigado están las incertidumbres sobre lo que se le viene encima a cada miembro de clan.

Con estos numerosos y alambicados mimbres Rosa Ribas elabora una historia buenísima, de calidad, con un ritmo allegro ma non troppo, sostenido y consistente. Narra con una claridad meridiana, pero no de modo simplista, sino con la lucidez del buen hacer, de quien sabe ir a un destino complicado sin perderse en rodeos argumentales o lingüísticos.

Lo normal, hablando de series de novelas, es que a una primera de éxito sucedan unas cuantas que lo explotan, y que suelen ir a la baja porque el producto se exprime y pronto todo es repetir y sostener el invento con argumentos artificiosos. Bueno, pues aquí ocurre lo contrario: cada una de las novelas de los Hernández me ha gustado más que la anterior. Cada una me parece mejor, más sólida y mejor acabada. Por eso, tras leer la primera «Un asunto demasiado familiar» (sobre la que había recibido información errónea), tardé algo en leer la segunda. Pero tras leer «Los buenos hijos» corrí a comprar esta. Y cuando he terminado «Nuestros muertos» me he apresurado a comprar «Los viejos amores», que ya me espera en la estantería. 

Rosa Ribas es una gran, gran escritora que para colmo, y a diferencia de la mayoría, mejora libro a libro.


jueves, 2 de octubre de 2025

Un futuro prometedor – Pierre Lemaitre

 


No sé si habéis leído la trilogía Los hijos del desastre, también de Pierre Lemaitre, cuyas reseñas podéis consultar en este enlace. Merece la pena. Son brillantes. Habla de personas cuya vida fue marcada por las dos guerras mundiales, como si una no fuera bastante. En cada nueva novela toman el relevo del protagonismo personajes que en las anteriores fueron secundarios o incluso menos que eso.

Por su parte, la trilogía (que al parecer va a ser tetralogía) de Los años gloriosos, culminada (o no) por Un futuro prometedor, habla de los años de posguerra, que no para todos los franceses fueron de paz, pues Argelia estaba ahí. Esta también fantástica trilogía, probablemente tetralogía, la protagoniza la familia Pelletier.

Cuento todo esto porque, aunque no influye en la novela, Lemaitre hace un guiño en un momento de este tercer libro: ¿serán Louis Pelletier y su esposa, Angelé, a quienes conocimos en «El ancho mundo», primera novela de esta saga, como propietarios de una boyante empresa de jabones en Beirut, el pobre soldado Albert Maillard y su amada, a quienes vimos pasarlas canutas en «Nos vemos allá arriba»¸ primera novela de la trilogía «Los hijos del desastre»?

Creo que sí. Y es una maravillosa forma de unir seis novelas. Quizá siete. De demostrar que, más allá de lo que tenemos ante las narices, las vidas con las que nos cruzamos fugazmente germinan con la misma fuerza que la nuestra sin necesidad de que sepamos de ellas.

Pero vayamos con Un futuro prometedor, un título más relacionado con la época de bonanza en la que se desarrolla la trama en Francia que con los augurios que cabe hacer sobre los personajes.

Louis Pelletier y señora han decidido regresar a Francia. Con ellos regresa su nieta, Colette y con ella una fuente de problemas e inquietudes que arrastran al lector desde el comienzo, pues sabido es que la pobre niña tiene en París una madre arrogante, caprichosa, cruel y chiflada: Geneviève. Jean, padre de la niña e hijo mayor de Pelletier, es un calzonazos con un secreto inquietante. El siguiente hijo, François, periodista, está triunfando en la incipiente televisión; más bien, está creando el reportaje televisivo. Y la hija, Hélene, ahí anda. El lector de la saga ya sabe qué sucedió con el cuarto hijo.

En cualquier caso, el tiempo ha pasado. Louis Pelletier y su esposa empiezan a ser mayores; sus hijos están en plena madurez y hasta la nieta ha alcanzado ya la pubertad. Con esta abundancia de personajes Lemaitre hace una triple historia que en realidad es una porque es la historia de la familia. Por una parte, el inquietante destino de Colette al volver a quedar bajo la influente de su enloquecida madre; por otra, el tira y afloja entre los padres de la niña por la ambición y locura de una y el apocamiento, resentimientos y secretos del otro; y, por fin, la historia principal de este libro que en parte es un homenaje a las novelas de espías que proliferaron al calor de la Guerra Fría: la misión, por llamarla de alguna manera, que uno de los hijos de Louise Pelletier va a realizar al otro lado del Telón de Acero, en Praga, lo que, de paso, permite al autor mostrar dos mundos opuestos, pero uno al lado del otro. Así fue de enloquecida fue la historia de Europa en esa la época.

No voy a decir nada sobre el modo de escribir, porque Un futuro prometedor es, en todo, heredero de los anteriores libros de esta trilogía y también de la anterior. Claridad pese a la complejidad; ritmo atinado, vivo pero sin urgencias; y un modo de narrar a la vez distante y cariñoso hacia los personajes, que permite crear cierto humor de fondo; el de quien comprende que todos, sus personajes y él mismo, somos pelagatos que nos creemos importantes porque no concebimos la existencia sin nosotros, lo que provoca una actitud ante la vida y las personas cariñosa, ligeramente triste y algo condescendiente.

Una novela magnífica, que, para los fieles, al principio puede hacerse un tanto agria por el temor que inspira la suerte de Colette, pero que retoma el rumbo de todas, incluso en el tratamiento de las dificultades, conforme avanzan las páginas.

La compré el día del libro, pero no la he leído hasta las vacaciones de verano. Quería poder disfrutar tranquilamente de la lectura. Acerté. Me lo he pasado en grande. Lo malo es que a pesar de sus más de quinientas páginas me duró solo tres o cuatro días.

Que todos los males sean así, claro.


lunes, 29 de septiembre de 2025

Tombuctú – Paul Auster

 


A Tombuctú, 55000 habitantes, en Mali (puesto 186 de 191 en el Índice de Desarrollo Humano del Banco Mundial), situada siete kilómetros al norte del río Níger, solo llega una carretera, la que sigue el curso del río. Más allá de Tombuctú, al norte, no hay nada. Literalmente. Millares de kilómetros de desierto, como podéis ver. Tombuctú hace frontera con la nada. Vista desde el aire apenas parece una filigrana en la arena debido a que las calles sin asfaltar y las casas de adobe tienen el color del desierto. 



Por eso William Gurevitch, el mendigo autodenominado Willy Christmas desde que Papá Noel, ejem, tuvo a bien cambiar su vida hablándole desde la tele, por eso, digo, William utiliza la expresión «ir a Tombuctú» como sinónimo de morirse. Porque después de la muerte, como después de Tombuctú, no hay nada.

William, que algún trastorno psiquiátrico padece, ha pasado la vida como vagabundo por medio país, recalando los inviernos en la casa materna en Brooklyn. Hasta que murió su madre. Escribe poesía. Desde hace unos años comparte su vida con un perro de raza indefinida, Míster Bones, al que acogió de cachorro, el verdadero protagonista de la novela.

Las obras completas de William yacen en la taquilla de una estación, de donde antes o después serán desalojadas para ir a la basura si nadie acude a rescatarlas. De ocurrir, se perderá lo único que, junto a Míster Bones, ha dado sentido a su vida. Complicada está la cosa, porque desde hace unos meses en Willy se ha manifestado un cáncer de pulmón o algo similar. La novela comienza en el punto en el que el vagabundo ha comprendido que, tras deambular tantos años por Estados Unidos, su siguiente destino es ya Tombuctú.

Por eso al comienzo de la novela Willy acaba de llegar a Baltimore, porque allí se fue a vivir, hace una eternidad, una mujer, una profesora, la única persona que creyó en él. En sus capacidades. En concreto, en él como escritor. Ella, que si está viva será ya una anciana muy anciana, cuidará de Míster Bones y se hará cargo de la obra literaria de Willy. La anciana podrá publicarla. Ella creía en Willy y para él, probablemente, el mínimo reconocimiento que implica toda publicación por un tercero sea la única posibilidad de justificar, de reivindicar su existencia, de sentirse alguien, de dejar constancia de que ha habido una razón para que él estuviera en este mundo. Es un último grito reclamando la dignidad que la sociedad le ha negado.

Pero la verdad es que el pobre hombre, a la vez insociable, gruñón y pragmático, está en las últimas y cada vez que se sienta o se tumba a reponer fuerzas en cualquier sitio todo hace pensar que no va a volver a levantarse.

El interés en este punto de la novela es ver cómo afronta el personaje, consciente de su situación, la cercanía de Tombuctú; cómo influye eso en sus prioridades. Y enseguida vemos que los afectos se imponen a la vanidad. Al menos en este caso, claro, que ya sabemos que hay seres humanos egoístas hasta más allá de la muerte, pero no es el caso de Willy, y eso que él solo tiene a Míster Bones como depositario de sus sentimientos. De su amor, por decirlo claramente.

El chucho es, ejem, una buena persona. Y, además, sensato. Paul Auster lo humaniza trasladando al lector los complejos pensamientos del animal, que, además, entiende cuanto le dice su amo. El pobre perro, que comprende que a Tombuctú no va uno cuando quiere ni tampoco es admitido allí como acompañante, sufre anticipando lo inconcebible: la vida en soledad. ¿Qué será de él? Willy quiere dejarlo al cuidado de la anciana, si es que vive, porque la alternativa es que Míster Bones acabe preso en una perrera desde la que, entonces sí, lo despacharán cruelmente a Tombuctú.

En estas transcurre media novela. En la otra media, en la que Auster nos deposita suavemente evitando al lector todo trauma (detalle que para mí tiene una importancia capital para la continuidad emocional de la obra, en la que lo que más destaca es precisamente el delicado juego de equilibrios emocionales) conocemos la peripecia de Míster Bones. Cómo se busca la vida, cómo es capaz de adaptarse a las circunstancias y, sobre todo, a los humanos. Es un tipo bueno y listo, que sabe hacerse querer. Sin embargo, junto al miedo a la soledad ahora tiene la certeza de que en la vida no hay certezas. Y eso es insoportable. Supone vivir en un miedo permanente. Su única certeza había sido Willy, y así lo sigue sintiendo. La aventura, de tintes tragicómicos, juega con el corazoncito del perro y, de paso, con el del lector, que se alegra con la suerte del animal y se angustia con sus miedos e incertidumbres.

Son estos últimos los que provocan en el desventurado chucho, al que el lector ya se ha rendido hace rato, una reacción que no tendría de conocer la realidad, y que lo ponen en la tesitura, a un tiempo triste y emotiva, de reencontrarse con Willy. En Tombuctú.

Y así es como Auster cierra la novela con la lúcida idea de que, más allá de todo miedo y dolor, está la alegría de la esperanza.


jueves, 25 de septiembre de 2025

Historias de Vigàta, 3 – Andrea Camilleri

 


Aunque Andrea Camilleri comenzó a escribir y publicar en torno a los 69 años, que no parece una edad sexualmente tan agitada como los 23, el sexo está tan presente en toda su obra que puede afirmarse que jamás se lo quitó de la mente, y eso que escribió hasta su muerte a los 93 años.

Que esté presente no significa que sea explícito, pero está. Su potencia movilizadora es enorme en determinados momentos de la vida para todo el mundo; para algunas personas es una obsesión perpetua; para muchísimos es algo ambivalente –para bien o para mal- por navegar a la vez en las aguas de la biología y en las de la moral (un pie en el séptimo cielo y otro en las puertas del infierno); para muchas otras el sexo  es el más entretenido pasatiempo; y para todos los donjuanitos de ambos sexos de todas las épocas la «caza» es una forma de reafirmarse, de seguir sintiéndose jóvenes, o atractivos, o… El sexo incluso puede ser un modo de ascenso social o el camino más recto para la consecución de favores u objetivos.

Para cada uno de los personajes de Camilleri la motivación puede ser una u otra, o varias al mismo tiempo. Lo cierto es que siendo tan potente el motor no es de extrañar que en una sociedad oficialmente mojigata la lujuria corra alegremente entre bambalinas. Incluso llega a chorrear. Así es como los genuinos meapilas conviven sin saberlo con quienes, vamos a decirlo así, tienen una notable apertura de miras (algunos de los cuales, es justo decirlo, también son meapilas, aunque no genuinos). Y dado que desde el beso a otras cosillas la boca es uno de los principales órganos sexuales, en este libro no se distingue la lujuria de la gula. Todos son apetitos, y todo nutre: lo que no el cuerpo, sí el espíritu.

Cuento esto porque los ocho relatos que componen este tercer volumen de «Historias de Vigàta» dan al sexo un papel central. Casi todo lo que sucede tiene al sexo por causa o consecuencia. 

Algo más tienen en común: unos personajes masculinos sumamente impresionables (vamos a decirlo así) ante los encantos femeninos y mujeres que cuando son bellas son además lanzadas y poco dadas a hacer ascos a los guapetones. Y no hay historia de Camilleri sin una mujer de belleza hipnótica.

En resumen, que estos ocho relatos son una especie de erotismo de baja intensidad por carencia de escenas explícitas, o de alta si se tiene en cuenta su valor motivador de los argumentos. Algo así, pero más mitigado, sucedía en los dos anteriores volúmenes, aunque en ellos algunos relatos hacían concesiones a otros temas, si no recuerdo mal.

El tono es el habitual en Camilleri, ágil, directo, sin apenas digresiones o descripciones, solo hechos, con un punto de humor y ternura, de comprensión ante las debilidades de las que cada uno es su propia víctima, de rechifla ante los defectos que se intentan imponer a los demás, de complicidad con el pícaro pobre y desdén hacia el manipulador poderoso. El lugar y época también acompañan: la antigua Vigàta, esa localidad, remedo de Porto Empedocle, donde nació Camilleri, y donde tan bien se mueve en las historias que sitúa entre mediados del siglo XIX y mediados del XX.

Un libro, también, que en parte leí en Sicilia porque no podía estar allí sin leer algo de Camilleri, y este libro fue el elegido, junto a Gotas de Sicilia.




lunes, 22 de septiembre de 2025

Gotas de Sicilia – Andrea Camilleri

 

Tantos libros he  leído de autores sicilianos (además de unos setenta de Andrea Camilleri, bastantes de Leonardo Sciascia, de Cristina Cassar Scalia, de Vincenzo Consolo, de Calaciura, además de, por supuesto, «El Gatopardo», de Lampedusa...), tantos libros de autores sicilianos he leído, digo, pero sobre todo tantos de Andrea Camilleri, que a la hora de poner los pies en Sicilia me dije que no estaría mal que me pillara leyendo alguno. Los elegidos fueron este, brevísimo y de título tan adecuado al momento y, también, el tercer volumen de «Historias de Vigàta».

Gotas de Sicilia hace honor al título. Los textos, independientes, son gotas que no llegan a formar lluvia ni tormenta, de cortos que son. Ni charcos. Pero merecen la pena. Aquí os dejo el índice, por si aclara algo.


He disfrutado especialmente el primero: la rememoración por parte de Camilleri del monólogo de un viejo mafioso, el tío Cola, que fue a verle en su juventud, cuando ya trabajaba en Roma. No es solo lo que cuenta, es el lenguaje que –gracias a lo que parece un buen trabajo de traducción- logra trasladar al lector el peculiar modo de hablar de quien seguramente mezclaba el italiano y el dialecto siciliano. El modo de expresión es tan singular como las vivencias y valores del personaje, y hace pensar que fenómenos como la mafia, tan longevos y arraigados, tienen una explicación muy compleja de la que forman parte los mundos cerrados, por una parte, y, por otra, la resistencia de toda sociedad a los cambios impuestos desde fuera, como muchos sintieron que fue la unificación italiana o el papel jugado por Estados Unidos a partir de 1943.

También he disfrutado mucho la explicación del argumento de «La desaparición de Patò». Se trata de un buen libro, bastante divertido; incluso muy divertido, y que tengo algo mitificado porque logré leerlo de chiripa cuando me prestaron un ejemplar largo tiempo perdido de la edición de Destino. Era una novela devenida joya porque se trataba de un libro imposible de encontrar en ningún sitio ni en ningún formato. Además, un conocido que lo había leído cuando salió hablaba maravillas de él. Por fortuna, ha sido reeditado hace poco. Esa especial vinculación me ha hecho leer con la sensación de «vuelta a casa». 

El resto de escritos son igual de variados y lo bastante entrañables para que estas Gotas de Sicilia se parezcan más a las del rocío que a las de un chaparrón: desde los recuerdos del generoso y peculiar tío abuelo del autor, zz´Arfredu, a las singulares procesiones de San Caló, los recuerdos de las primeras elecciones libres, en 1947, en Porto Empedocle, y otros dos escritos que son los más breves, uno de ellos de solo dos páginas.

Un libro cortito, de un centenar de pequeñas páginas, ideal para aprovechar los tiempos muertos en los viajes o en cualquier ocasión.

        Y, por supuesto, para acompañar con cannoli, un dulce típico en Sicilia con el que el comisario Salvo Montalbano se ponía las botas y utilizaba, también, para lubricar su relación con el forense cascarrabias.





sábado, 20 de septiembre de 2025

Charla con Ajonio Trepileto acerca de la libertad de expresión y de las viejas glorias gruñonas

 


El otro día me enteré de que un músico había dicho, en un programa televisivo de máxima audiencia en prime time, que no había libertad de expresión.

Sin otro ánimo que el de pasar el rato comenté esta noticia con Ajonio Trepileto, quien, asombrado, me preguntó si la libertad de expresión no era un derecho exigido por los teóricos de la democracia de finales del XIX y principios del XX no para poder cotillear sin riesgo sobre las aventuras de los insignes o la pelambrera o cretinismo del vecino, sino como condición necesaria para denunciar los abusos del poder; esto es, para pedir cuentas al poder cuando no defiende el interés del pueblo que lo ha elegido. Si esta denuncia no puede hacerse, me explicó Ajonio con gesto grave mientras lamía un Chupa-chups, la democracia se va a hacer espárragos o a freír gárgaras, pues a ver qué guapo puede presentarse como alternativa a quien no puede criticar.

Me mostré de acuerdo, pero le pregunté por la razón de su pasmo ante las declaraciones del músico, pues aún nada me había aclarado al respecto.

Me respondió que no entendía al caballero, porque la libertad de expresión es ahora tanta que la gente no solo la usa, sino que hasta abusa de ella, y la prueba, argumentó, es que no hay político, por poderoso que sea, que no sea víctima a diario de insultos, difamaciones, injurias y calumnias, aunque ahora algunas de estas cosillas se denominan «bulos», lo cual minimiza su importancia porque con esa terminología no están tipificadas en el Código Penal. Y si eso es así, con mayor facilidad se pueden hacer las críticas no hirientes, aunque estas tienen menos público por razón del cariño del pueblo a lo morboso, que ya en tiempos de los romanos el personal prefería ver a un león zampándose a alguien que a ese alguien argumentando sobre su inocencia. En definitiva, en nuestra sociedad hasta el más tonto puede soltar sapos y culebras sobre cualquier poderoso, y altavoces no le faltan gracias a las redes sociales. No obstante, matizó Ajonio que todavía no tiene noticia de que ningún político español haya sido acusado de estar endemoniado, pero lo atribuyó a la falta de imaginación del populacho y de sus oponentes más que a cualquier restricción sobre su libertad de expresión. Manifestó, además, su convencimiento de que, de darse el caso, el acusador no le desearía al acusado un buen exorcismo, sino una afilada estaca en el corazón, habida cuenta de que ya hay quien pide, alegre e impunemente, cárcel y apaleamiento para todo tipo de cargos de diferentes partidos simplemente por ser quien son.

Hay pues, libertad de expresión, sentencio Ajonio, pero también abuso. Y el riesgo es él, pues utilizar la libertad de expresión para reclamar el descalabro del personal puede eliminar dicha libertad no por la vía de la supresión del derecho, sino por la mucho peor de la supresión de su ejerciente.

Tras propinar un tremendo lamentón al Chupa-chups, dijo Ajonio que la falta de libertad de expresión, cuando de verdad se produce, se nota hasta en los pelos. Recordó varios países en los que, como el líder supremo llevaba bigote, todo el mundo se lo había dejado (con lo que eso había supuesto, añadió indignado, de preterición de las féminas). En esos países, advirtió, afeitarse el mostacho podía ser tomado por signo de desafección y labrar la ruina del rapado, que sin pelos sobre la lengua adquiría la condición de sospechoso. Desde ella era sencillo alcanzar la de represaliado; bastaba con que algún compadre lo sugiriera para evitar ser metido en el mismo saco de sospechas. A partir de este momento, si se te ocurría protestar por la injusticia podías alcanzar rápidamente las más altas cotas del martirio: de la trena al cadalso. ¡Y todo porque te picaba debajo de la nariz! Por supuesto, aclaró innecesariamente Ajonio, en estos países proclamar que el líder supremo no es el más inteligente, capaz, garboso, guapo, simpático, laborioso, proverbial, amable y sensible de los seres humanos tiene consecuencias letales.

Acto seguido, para demostrar que no vivimos en un país así, Ajonio se asomó a la ventana y, a voz en grito, profirió horrendos exabruptos contra cierto importante político. Tras unos segundos de silencio, en el edificio de enfrente se oyeron unos aplausos y, en el del al lado, abucheos y un «¡Gilipollas!». Acto seguido, impostando otra voz, berreó otra tanda de improperios, esta vez dirigidos a un político relevante de tendencia opuesta al primero. Los abucheos del edificio de enfrente se solaparon con los aplausos y un «¡Olé tus huevos!» procedentes del colindante. La pareja de guardias que patrullaba por la calle siguió su camino como si tal cosa entre quienes paseaban perros o iban a hacer la compra con la vista perdida en el móvil.

Comentamos entonces por qué, si esto era así, el músico en cuestión se había expresado en televisión del modo en que lo había hecho. Es más, nos vino a la cabeza que unos pocos cantantes se habían pronunciado en similares términos en algún momento de los últimos años.

Sin ánimo exhaustivo ni mucho menos científico, intentamos hacer memoria de quiénes habían opinado algo así y no logramos recordar más que a tres o cuatro, todos por encima de los sesenta y algunos años. Compartían otro rasgo: la totalidad habían vivido su apogeo profesional en los años 80. Es decir, unos cuarenta años atrás. En aquellos momentos toda fama pasaba por Televisiòn Española. No había más canales, ni internet, ni series, ni televisión a la carta, ni nada. Ni tantos restaurantes, que, además, para las posibilidades ochenteras costaban un pico. Por eso la gente solo tenía dos entretenimientos siempre a mano: el sexo y la tele, afirmó Ajonio, omitiendo la lectura, de lo cual tomé nota mental. Pero como uno no puede estar todo día dale que te pego, aseguró, la plebe veía tele muchas, muchas horas cada día. Por eso, para alcanzar una tremebunda fama bastaba con anunciar unos «minutos musicales». Por eso cualquier programilla de TVE llegaba a una proporción de población que triplicaba la que ahora alcanzan los de mayor audiencia. En aquellos programas los invitados demostraban sus habilidades: cantaban, tocaban instrumentos, hacían malabares, se sostenían haciendo el pino sobre un palito… Los presentadores los anunciaban como el no va más. Eran la pera. La repera. Los mejores. Los triunfadores. ¡Un fuerte aplauso para ellos! Los cantantes salían con gesto trascendente y ropa que parecía birlada a un payaso, y entonaban canciones de letras unas veces profundas, otras superficiales y otras que hablaban de polvos pica pica. Pero, por un motivo u otro, quizá solo porque estaban allí, eran los triunfadores. El triunfo es lo único que cuenta en la modernidad, que a menudo lo equipara a la fama, y, añadió Ajonio, quizá sea más complicado alcanzarlo hablando de que Manuel se llenará de cal si se arrima a la pared que filosofando sobre la vida y la muerte. El entusiasmado público aplaudía en directo o enlatado. Eran días de vino y rosas. Todo eran flores, las que difundía la televisión que, como exige la lógica y la educación, trataba exquisitamente a sus invitados, e inmediatamente después, las de los siempre cercanos aduladores, perpetua maldición aneja al triunfo. Los detractores, de haberlos, no tenían cómo manifestarse. A lo sumo algún crítico publicaba un artículo periodístico diciendo que tal cantante no era para tanto, o era un poco feo, o algo tonto, o bastante ridículo, lo cual afectaba mucho al artista señalado, que no tenía otro remedio que incluir al crítico en una lista de individuos a los que no conceder entrevistas, gesto de pacifismo que a veces extendía al medio de comunicación que pagaba las lentejas al inmundo detractor.

Cuarenta años después ocurre que muchos de los espectadores de aquella época reposan en paz (la cantidad aumenta a razón de algo más de 400.000 al año, más o menos, según el INE), y también hay mucha gente que, por el hecho de no haber nacido o de ser muy joven entonces, no recuerda nada de aquellos caballeros. Cuando aquellas viejas glorias salen ahora en televisión casi nadie de menos de cincuenta años recuerda haberlos visto en aquellos lejanos momentos de apoteosis. Muchos, incluso, no los tienen por artistas, sino por concursantes de Master Chef.

La razón es que, a diferencia de entonces, en el presente esta gente ya no sale en televisión cantando, tocando la bandurria o haciendo el pino sobre el palito, sino, como los tertulianos desmadrados, pontificando sobre todo. Solo se diferencian de ellos en que su relación con el presentador es bis a bis, detalló Ajonio. Si los invitados a un programa en lugar de mostrar sus habilidades, como antaño, se limitan a opinar sobre cualquier asunto aunque no tengan ni repajolera idea del mismo, ¿cómo distinguir a un cantante de un futbolista retirado, o de un político abandonado por la política, o de los participantes en los programas de un tal Jorge Javier? La patulea de público nuevo jamás llega a ver en pantalla los méritos que, cuarenta años atrás, el interesado sí mostró ante las cámaras para recreo de tanto público ya difunto o pensionista.

Ocurre, por último, que cuatro décadas atrás quien tenía algo en contra de aquellas estrellas entonces refulgentes, lo comentaba con su familia y amigos, y de ahí no podía pasar. El criticado ni se enteraba. Pero el mundo cambió radicalmente hace unos quince años. Gracias a las redes (y a la libertad de expresión que permiten, puntualizó Ajonio) son miles los que aprovechan la aparición de una persona en televisión para echarle flores en público, pero también para decir que no parece muy espabilado, o que podría haber elegido mejor cirujano plástico, o que es más tonto que un yunque, un estómago agradecido o, simplemente, que es un lamentable mamarracho. Antes, apenas se apagaban los focos solo llegaban los aduladores del entorno. En cambio, ahora llega también un tren flores y otro de improperios. Pero, ¡ay, el ser humano, tan vanidoso que por un solo agravio es capaz de cargarse años de amistad, generosidad y entrega! ¿De qué le sirve al vanidoso un tren de flores frente a otro de ultrajes? Si hace cuarenta años esta pobre gente llevaba tan mal una sola crítica en un periódico, tres mil en cinco minutos les sientan como el cianuro.

Terminó Ajonio diciendo que quien recuerde el esplendor de esos tipos probablemente también recuerde al abuelo Cebolleta, que, como ellos ahora, se pasaba el día contando batallitas de cuando era joven, aunque no lo hacía de plató en plató sino desde las páginas de un tebeo.

Tras tanto ir y venir entre pasado y presente la mención de los tebeos me produjo nostalgia. Y ella me dejó sin fuerzas para continuar la hasta ese instante amena conversación. Así se lo dije a Ajonio.

Concluimos analizando la relación de todo esto con la veracidad o no de esta famosa sentencia: «Todo tiempo pasado fue mejor». Pronto alcanzamos la convicción de que lo importante, lo mejor o lo peor, no es la foto del presente o del pasado, sino la tendencia.


jueves, 18 de septiembre de 2025

Camino de sirga – Jesús Moncada

 

Un camino de sirga es un camino contracorriente, porque, haciendo camino al andar, lo hacen quienes remolcan embarcaciones río arriba estirando del barco con una sirga, que así se llaman las maromas usadas para estos menesteres. Es, pues, un camino azaroso y siempre esforzado. 

Aún en Aragón, en el límite con Cataluña, junto a la margen izquierda del Ebro estaba la Meniquenza antigua de la que habla este libro, que cuenta la historia de unos personajes, de un pueblo, que sigue un camino contracorriente en el periodo que aborda, el cual, más o menos, coincide con la memoria propia y prestada de Jesús Moncada (1941-2005), natural de Mequinenza: desde principios del siglo XX hasta 1971, cuando fue derribada la última casa del pueblo antiguo.

Leer esta novela con Google Maps al lado permite husmear un lugar que poca gente imagina en el interior de la península, porque si el sur del pueblo lindaba con el Ebro (que encajonaba el casco urbano entre el cauce y la escarpada sierra excavada por el río), el este lo hacía con el Segre. Mequinenza estaba en el recodo que formaba la confluencia de ambos ríos. Desde ese punto basta remontar el Segre ocho kilómetros para encontrar su unión con otro de los grandes ríos pirenaicos: el Cinca. A partir de Mequinenza, el Ebro tiene su máximo caudal. El río era a la vez vía de comunicación y frontera. El libro llega a rememorar la época en la que ni siquiera había puentes. 

La revolución industrial permitió la explotación de las minas de lignito de la zona, que vivieron su apogeo con el aumento de la demanda provocado por la Primera Guerra Mundial. El lignito viajaba Ebro abajo en barcos, hacia la zona industrial del entorno de Tortosa. Las embarcaciones, llamadas laúdes (llauts, en catalán), retornaban a vela si soplaba el bochorno o, si no, penosamente remolcadas desde el camino de sirga, cargadas de productos que alimentaban el comercio con los pueblos ribereños.

Desde esta situación de prosperidad imposible para el resto de pueblos de los alrededores comienza el recorrido contracorriente. Contracorriente en dos sentidos: primero, en relación al propio pueblo, que de la bonanza negada a los pueblos más cercanos pasó al declive; segundo, ya a partir de finales de los 50, porque el futuro de Mequinenza se hizo negro precisamente cuando la situación económica en el resto de España comenzaba a clarear tras dos décadas de desastre. ¿Por qué así? El fin de la Primera Guerra Mundial hizo caer la demanda de lignito, primer palo; posteriormente llegó la Guerra Civil, que solo trajo odio y desdichas; para entonces los derivados del petróleo ya habían comenzado a sustituir al carbón como combustible industrial y, finalmente, llegó el golpe de gracia a finales de los años 50: el anuncio de la construcción de dos presas: la de Mequinenza, situada aguas arriba, a tan solo dos kilómetros del pueblo, y, aguas abajo, la de Riba Roja d´Ebre, que a pesar de estar a 27 kilómetros hizo desaparecer bajo sus aguas municipios como el antiguo Fayón, del que aún sobresale del agua la torre de la iglesia, y, por lo que a esta historia atañe, también, la antigua Mequinenza. Dos pantanos enlazados. La presa del pantano de Mequinenza desagua en la cola del del Riba Roja. Poneos en el lugar de los lugareños: pasaron de vivir en un pueblo próspero, envidiable, inalcanzable para el resto, a ver anunciada su desaparición y tener que plantearse qué hacer con su vida. Dónde vivir, de qué… La agonía, desde el anuncio de la obra a la consumación de la desaparición, duró trece años. Trece. Tiempo suficiente para avanzar de la juventud a la madurez, de la madurez a la vejez, y de ésta a la decrepitud o hasta al hoyo.

Qué más tarde la nueva Mequinenza, construida desde cero a poco más de un kilómetro, en la ribera del Segre, haya levantado cabeza en nada importa a la historia, porque, quién podía imaginar entonces las calles sin historia de un pueblo que era solo una promesa?

En este contexto geográfico e histórico transcurre «Camino de sirga». Lo anticipo porque como no todos los que desconozcan la zona me harán caso en lo de Google Maps, no está de más tenerlo en mente para no despistarse de lo importante: la historia de los pueblos es en realidad la de sus habitantes, y cada persona vive el devenir común de una manera, porque cada cual tiene sus propias circunstancias, experiencias, carácter y posibilidades. Lo que los románticos llaman «pueblo» rara vez está unido; siempre hay enfrentamientos internos, intereses contrapuestos, odios que solo terminan con la muerte.

Jesús Moncada navega desde las impresiones y recuerdos que en 1971 provocan en los personajes la aniquilación del pueblo y la ya consumada desaparición de los antiguos modos de vida. Desde ese desolado puerto, en lugar de dejarse llevar hacia el futuro arrastrado por la corriente del día a día, remonta la vida del pueblo hacia el pasado, estirando de ella letra a letra, línea a línea, en una especie de camino de sirga, hasta alcanzar la juventud de los ya viejos y la vida de sus padres y abuelos, de todos los que pasaron por allí dando vida a un pueblo que llegó a generarla abundante y vigorosa. Muelles, minas, bares, pequeños astilleros, mineros, marineros, patrones, propietarios, caciques… Algunos, valga la expresión, normales; otros, a su modo, legendarios, porque siempre había alguien reconocido como el mejor patrón, o el mejor marino, o el más experimentado en una cosa u otra, o el más rico, o el más influyente… Entre toda esta gente había intereses comunes, pero también enfrentados. Había rivalidades, filias y fobias, amores consumados y platónicos; odios antiguos e iras más volátiles que perpetuas. Todos sabían quién era cada quién y qué podía esperar de cada cual; las expectativas estaban en el origen de los problemas, miedos y ambiciones y la traición de las expectativas en el de los sucesos. Como en todas partes. Hasta que el destino, por llamarlo de algún modo, los envía a todos juntos a hacer puñetas. A todos. A afines y enfrentados. 

Mequinenza reproduce a su escala los efectos mundiales de la revolución industrial: la aparición de una burguesía cuyos ancestros eran tan piojos como los del resto, pero que ahora, desde el pedestal de su dinero, reclama el tratamiento dispensado a los linajes de abolengo; la súbita aparición de una clase obrera representada aquí por mineros y tripulaciones; y, también, la pérdida del poder tradicional, especialmente de la Iglesia, desplazado por el nuevo poder burgués y las ideas democráticas. La Guerra Civil trajo consigo la violenta recuperación de alguno de esos poderes, en especial el de la Iglesia, pero sin mengua del poder burgués, que solo cedía a manos de burgueses más poderosos, como es el caso: los endiosados ricos del lugar son mequetrefes ante los intereses que se llevan por delante el pueblo viejo.

«Camino de sirga», que, como ya he dicho, salta de una época a otra desde los recuerdos «presentes» (1971) de algunos de los personajes, reconstruye toda esa época a través de individuos concretos, que encarnan todo dicho de modo maravilloso.

El autor usa un lenguaje claro y tan rico o más que la propia historia. La estructura es fantástica a pesar de la aparente, solo aparente, desorganización por las idas y venidas temporales. Sensación de riqueza literaria da también la abundancia de personajes, muchos de los cuales son memorables. También lo es el realismo de la hipocresía, de las debilidades, de los defectos. La caída en la tentación, en especial en la sexual, es constante incluso para aquellos que más aires de distinción se dan, por más que esa caída los iguale al resto. Esas caídas, además, conviven, se confunden y encuentran unas veces complicidad y otras excusas en las «malas costumbres» que traen los nuevos tiempos. Las modernas ideas de libertad de los más avanzados se solapan con los viejos libertinajes de quienes pueden permitírselos.

«Camino de sirga» es una novela sobre la vida, así que encontramos por todas partes las motivaciones más comunes: orgullo, deseo, complejos, dignidad, ambición, presunción…

        Sin embargo, no solo de personajes vive la literatura: el Ebro está omnipresente. Y su paisaje es excepcional, espectacular. Me ha maravillado no sé si por lo desconocido, por lo insólito de unos modos de vida imposibles ya en el entorno más cercano y no digamos en el resto de la península o por qué. Es fantástico. Pensándolo bien, quizá lo más bello es la demostración de cómo el ser humano, durante milenios, se hizo uno con la naturaleza. En este sentido, el destino de la antigua Mequinenza es también simbólico: en un mundo en el que el ser humano ha abandonado sus raíces para intentar imponerse a la naturaleza, no hay lugar para pueblos como aquel. 

Al igual que del pueblo viejo, demolición a demolición, cada vez va quedando menos en pie, así sucede con los personajes: su abundancia inicial y su impulso vital van reduciéndose poco a poco porque con el correr del tiempo y de los hechos unos mueren, el resto envejece, otros se van y cada vez son menos los que quedan. Son estos, al final, los que mayor carga simbólica alcanzan. ¿Qué simbolizan? Las distintas maneras de afrontar el destino. Adaptándose, unos. Dejándose aplastar por las circunstancias, otros; y, algunos, triturados por su propio orgullo.

Pero esta historia, que tiene componentes trágicos y hasta épicos, que es una especie de epopeya, tiene abundantísimos tintes cómicos. ¿Quizá se los permitió Jesús Moncada porque «Camino de sirga» se publicó en 1988, con el sofocón digerido y la nueva Mequinenza ya en marcha? ¿O es más bien un mecanismo de defensa en la línea del Quijote, quien, por cierto, también vivió aventuras y desventuras en el Ebro, aunque sin llegar a cruzarlo? Me inclino por lo segundo. El humor nos reduce a nuestra verdadera dimensión (pelagatos), y eso permite vernos, en este caso ver a los personajes, con una mirada igualitaria. Jesús Moncada encuentra el humor en las contradicciones del ser humano y, sobre todo, en las ironías de la vida. Estas últimas las sufren más quienes tienen un comportamiento menos natural, que son siempre quienes se las dan de algo. En consecuencia, los personajes más risibles de esta historia son los socialmente más destacados. El pobre, nos cuenta Jesús Moncada sin decirlo nunca expresamente, acaba acomodándose a las desdichas. No tiene la opción de pelear por un patrimonio ni de morir aferrado a él; le cuesta menos partir de cero porque está acostumbrado a vivir muy cerca de él; lo cual le hace, en situaciones límite, más libre y menos ridículo.

Y termino con un apunte creo que importante: el lector conoce desde el inicio el destino del pueblo: la desaparición. Esto condiciona la visión de todos los personajes, porque todos, sin excepción, van a ser perdedores. Eso refuerza la visión igualitaria que siempre trae el humor. De ahí que el lector sea aún más afectuoso y solidario de lo habitual con los débiles y no se tome demasiado a pecho a egoístas, aprovechados y abusones.

Publicado originariamente en catalán, «Camino de sirga» se cuenta entre más grandes obras de la literatura catalana. No me extraña. Es un novelón universal de los que se recuerdan toda la vida.



Fotos de la antigua Mequinenza (ignoro el autor)






lunes, 15 de septiembre de 2025

La niña a la que le gustaban demasiado las cerillas – Gaétan Soucy


              «A los 39 años, Gaétan Soucy (1958-2013) escribió este libro en 29 días. Me ha gustado muchísimo. Loco, divertido, tierno, trágico, absurdo… Un singular narrador con un lenguaje propio que es parte esencial del humor de esta a la vez dulce y dolorosa historia».

              Esto es lo que dije en Twitter cuando terminé de leer este libro. A la hora de escribir su reseña, aparte de contar algo sobre el argumento y de hacer la fervorosa recomendación de leerlo, no creo que pueda añadir nada más.

              La niña a la que le gustaban demasiado las cerillas está contando en primera persona por uno de los dos, ejem, hijos del caballero cuya muerte se anuncia magistralmente en la primera línea. Ya lo comentamos en Twitter: cuando uno se da cuenta de la monumental fuerza de una frase que a priori parece normalita, si se fija advierte que la razón es la inclusión en ella de una expresión sencilla y a la vez brutal: «hacerse cargo del universo».

              ¿Y qué me decís del contraste de esa fuerza con una palabra como «papá» en boca de un hijo? ¿A que hace tremenda la sensación de desamparo? Hay infinitos detalles así.

    A partir de este comienzo el lector empieza a interactuar con el personaje sin darse cuenta, porque lo primero que debe hacer es adaptarse a su peculiar forma de expresarse: el narrador desconoce todo sinónimo, de modo que cada cosa solo es capaz de designarla con un término, por lo que, a falta de matices, sus palabras unas veces encajan mejor con la situación y otras peor, a menudo de modo chocante; otras palabras las inventa, y, además, digámoslo así, utiliza un permanente tono solemne que no distingue lo trascendente de lo trivial.

              Hay una razón para todo esto, que ya apunta la sinopsis: los hermanitos han vivido aislados en una finca de la que nunca han salido, sin más compañía que su padre, un hombre despótico, cuadriculado y obsesivo. En consecuencia, ni conocen el mundo ni otro vocabulario que el muy escueto transmitido por el difunto. Con tan limitada experiencia, les es inevitable parecer un poco grillados. Una de las dudas de la novela es saber si lo están. Así, desde esa primera línea, se genera una tragicomedia en el sentido más estricto. El lector puede estar profundamente conmovido en un instante y soltar una carcajada al siguiente. La novela es convulsa en lo emocional. Pero, además, igual que hay términos inventados cuyo significado es pronto evidente (como el de «estancadilla», que, por cierto, he incorporado a mi vocabulario bromista), hay expresiones sobre las que el lector permanece in albis durante muchas páginas, hasta que la aclaración de su significado desenmaraña también la historia. Este juego de luces y sombras a través de la creación y omisión de palabras es magistral. Sospechas que parecen importantes acaban difuminándose y aparentes tonterías pueden alcanzar un valor determinante, lo que motiva una lectura atenta, alerta y no de sorpresa en sorpresa sino de descubrimiento en descubrimiento.

              Es decir, la historia es interesante, pero es el modo en que está contada el añadido que hace de La niña a la que le gustaban demasiado las cerillas una obra fantástica, sobre todo para aquellos lectores que disfruten del lenguaje tanto como de los argumentos. Gaétan Soucy ejerce de divertido malabarista de la palabra.

              Y ahora vuelvo al principio: el caso es que el padre se ha muerto y sus despojos, en el lenguaje de sus hijos, hay que enterrarlos. Por este civilizado motivo el, ejem, narrador, emprende la valerosa hazaña, casi la epopeya, de ir a un lugar habitado para comprar un ataúd como quien va a la tienda a comprar pepinos, aunque con la solemnidad de los grandes momentos. Esta aventura abre las puertas de la finca y de la vida familiar al mundo exterior y…

              Y lo que sucede lo sabrá quien lea esta brillante y breve obra sobre la que si añadiera algo más sería para reiterar lo que he dicho al principio.